Contra el pastiche automático
Y si solo el privilegio de contemplar lo nuevo nos permite amar o rechazar aquello que no está ya dentro de nosotros
Todo el mundo sabe que mi película favorita es Ninotschka y mi canción favorita My favorite things de John Coltrane. Que mi comida favorita es el falafel y mi serie favorita, The Good Wife. Que mataría por poder mirar cada día de mi vida el Himalaya de Gerhard Richter y El paso de la laguna Estigia de Patinir. Que mi signo favorito es el punto y coma y que los puntos suspensivos me disg...
Todo el mundo sabe que mi película favorita es Ninotschka y mi canción favorita My favorite things de John Coltrane. Que mi comida favorita es el falafel y mi serie favorita, The Good Wife. Que mataría por poder mirar cada día de mi vida el Himalaya de Gerhard Richter y El paso de la laguna Estigia de Patinir. Que mi signo favorito es el punto y coma y que los puntos suspensivos me disgustan moralmente, igual que los fadeouts, los tenistas que abusan de las dejaditas y Radiohead.
Lo saben porque se lo cuento a todo el mundo. Estoy convencida, como casi todos lo estamos, de que el mapa de mis preferencias tiene la capacidad de trascender lo caprichoso y revelar las paredes sutiles de mi vida interior. Todos sentimos que nos proyectamos en nuestros gustos, obsesiones y prejuicios, que a través de ellos nos materializamos y nos damos a conocer. Por eso me tortura la imposibilidad de saber si todo eso me gusta realmente, y no es el reflejo de una arquitectura genética, micótica y neuronal anterior. Si la biblioteca que mi padre heredó de su padre y su padre de mi bisabuelo no proyecta baldosas amarillas bajo mis pasos. Si prefiero la comida ácida y amarga porque soy estoica e interesante y no porque mis antepasados celtas tuvieron que comer cosas que no comían los demás.
Sospecho de todo aquello que me fascina sin esfuerzo. Por ejemplo, cómo saber si me gusta realmente un Rothko en un mundo donde el Rothko, o quizá lo rothtesco, representa la opulencia cromática de los restaurantes buenos, de los hoteles caros, de los clubs sociales con tapicerías que no se pueden meter en la lavadora. Cómo amar o rechazarlo genuinamente cuando los conos de mi retina quieren revolcarse en los cargados pigmentos de esa exacta longitud de onda. Cómo escoger o rechazar a Miles Davis, si sus silencios esponjan mis articulaciones neuronales con la eficiencia de un quiropráctico y la familiaridad del olor a tostadas. Cómo desfilar con indiferencia por el puente de Brooklyn o contemplar sin arrodillarse la Fábrica de Bofill. Cómo no enamorarse de Voland, de Anna Karenina o Elizabeth Bennet, de la catedral de Colonia o de la Ofelia Muerta de John Everett Millais. Acaso puede la enredadera negar la forma de lo que trepa.
Y, sin embargo, casi todo lo que amo fue odioso para alguien, precisamente porque fue nuevo. Todo arte fue contemporáneo alguna vez. De una virgen de Millais dijo Charles Dickens que era “tan horrenda en su fealdad, que destacaría del resto de la compañía como un monstruo en el cabaret más vil de Francia”. Todos sabemos lo que pasó cuando Stravinsky y Nijinsky estrenaron su Consagración de la primavera o la primera muestra impresionista en el taller del fotógrafo Nadar. Las aristas de lo nuevo hacen feas hasta las cosas más bellas. No es un defecto personal nuestro. El cerebro es así.
Sabiendo todo esto. ¿Y si solo el privilegio de contemplar lo nuevo nos permite amar o rechazar aquello que no está ya dentro de nosotros? No podría demostrarlo, y es posible que no sea verdad. Pero esto sí es verdad: solo lo verdaderamente nuevo tiene el poder de transformarnos, porque es la fricción lo que nos hace mutar. “No tenemos palabras para esta oscuridad. No es la noche y no es ignorancia”, escribe John Berger en las cuevas de Chauvet. “Cada cierto tiempo cruzamos la oscuridad, y de pronto lo vemos todo”. Por eso no sé lo que puede pasar si nos quedamos colgados de una máquina de iteración estadística y permanente de lo viejo, como quien mira las estrellas buscando una constelación. Pero sé que el pastiche es el lenguaje artístico del fascismo y que nos seduce precisamente con su pegajosa familiaridad.