El drama francés y Europa

Solo una estrategia europea basada en inversiones que promuevan la cohesión social podría impulsar políticas de solidaridad capaces de reducir la influencia de la ultraderecha

Manifestación contra la extrema derecha en París.Benoit Tessier (REUTERS)

La decisión de Macron de disolver la Asamblea, que tomó el 7 de junio en vista de los resultados de las elecciones europeas —en las que el partido de Marine Le Pen, Reagrupamiento Nacional, logró el primer lugar con el 31% de los votos—, sorprendió a todo el mundo, especialmente a los partidarios del presidente de la República. Entre sus seguidores, los comentarios menos agresivos hablan de un...

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La decisión de Macron de disolver la Asamblea, que tomó el 7 de junio en vista de los resultados de las elecciones europeas —en las que el partido de Marine Le Pen, Reagrupamiento Nacional, logró el primer lugar con el 31% de los votos—, sorprendió a todo el mundo, especialmente a los partidarios del presidente de la República. Entre sus seguidores, los comentarios menos agresivos hablan de una cabezonada narcisista o un error infantil. Con esta jugada de póker, Macron pretendía sacudir a un pueblo francés asustado ante la extrema derecha, pero lo que ha conseguido es que el 30 de junio hayamos visto una victoria abrumadora de RN, la práctica desaparición de las bases políticas de la mayoría presidencial, el refuerzo electoral de la izquierda representada por el Nuevo Frente Popular (NPF) y, en todas las hipótesis posibles, la muerte política del macronismo. Y, por si fuera poco, la posibilidad de una futura Asamblea Nacional que no tendrá ninguna mayoría absoluta y estará totalmente bloqueada. Es decir, ha sumido a Francia en la mayor crisis institucional de la historia de la V República. En el mejor de los casos, está condenado a una cohabitación conflictiva, con todas las consecuencias negativas que eso tiene para Francia a escala europea y mundial. En el peor, a una nueva disolución de la cámara dentro de un año, porque la Constitución le prohíbe hacerlo antes. Algo insólito en política.

Los resultados de la primera vuelta muestran una Francia más dividida que nunca entre las clases populares que votaron en masa por RN en las zonas rurales y las ciudades medianas, y las de las zonas urbanas, que dieron un apoyo mayoritario al Nuevo Frente Popular. Ha sido un voto contra la política social del Gobierno, pero también contra las élites políticas francesas, a las que se acusa de haber abandonado al pueblo desde hace cuarenta años. Los votantes no se sienten representados en sus aspiraciones fundamentales: ni a propósito del empleo, ni en política migratoria, ni sobre Europa, ni en materia de seguridad. En todas estas cuestiones, el partido de Le Pen ha elaborado un discurso mucho más cercano a los miedos de la gente. Defiende el Estado del bienestar, los servicios públicos, un drástico control de la inmigración y la negativa a tener una nación mestiza. Desde hace décadas ha convertido el rechazo a los inmigrantes, sobre todo a los musulmanes, en una auténtica obsesión política, en consonancia directa con la ideología colonialista de sus fundadores (el padre de Marine, Jean-Marie Le Pen) y de los repatriados argelinos que constituyen su principal base electoral, especialmente en el sur de Francia. RN asegura que la política de integración social solo beneficia a los extranjeros, una afirmación que se hace eco de la frustración que sienten las clases populares en este aspecto. La pérdida de peso de Francia que percibe gran parte de la población como consecuencia de la integración europea es otro de sus temas preferidos. RN acusa a las clases dirigentes, europeístas, antinacionales e incluso globalistas de haber roto las relaciones con el pueblo francés. Habla de un “pueblo abandonado”.

Estas ideas se han vuelto prácticamente hegemónicas en el entorno cultural, en amplios sectores de las clases medias y trabajadoras. Hay una parte de la intelectualidad francesa que en el pasado se oponía a ellas pero que hoy las ha asumido. Reflejan el profundo malestar de una sociedad debilitada por la destrucción de los servicios públicos debido a la obligación de cumplir con las reglas presupuestarias impuestas por Bruselas, agobiada por el aumento de la inseguridad y asfixiada por la caída del poder adquisitivo, el paro de los jóvenes que buscan empleo debidamente remunerado, la falta de perspectivas de futuro, la desindustrialización de Francia y, en política exterior, la participación en conflictos que no parecen prioritarios para el país (África, Ucrania), entre otros problemas. En todos estos asuntos, la demagogia de RN no tiene límites; encarnan una especie de drama francés que se reproduce en cada elección y que las clases dirigentes, de derecha y de izquierda, han sido incapaces de analizar e incluso escuchar. Todos los grandes partidos del país son responsables de esta situación.

Por otra parte, el partido de Marine Le Pen ha sabido hacer su aggiornamiento: ha borrado de su discurso toda apariencia de partido de extrema derecha; se ha transformado en el confuso defensor de una especie de Estado nacional-social moderno y ha alcanzado la respetabilidad que le dan, además de sus resultados electorales, los multimillonarios que apoyan sus ideas en ciertas cadenas de televisión (CNews, por ejemplo), semanarios y grandes periódicos provinciales. Desde el punto de vista electoral, no ha dejado de crecer metódicamente y hoy representa al 33,5% del electorado. Convertido en el mayor partido de Francia, puede aspirar a obtener la mayoría absoluta. De su profundo arraigo local ha pasado a estar presente en todas partes, en las zonas rurales (donde no hay inmigrantes), en las zonas urbanas y, cada vez más, en los barrios residenciales de las ciudades medianas, que temen el declive de las ciudades vinculado a la mezcla con poblaciones pobres e inmigrantes. Ya no se considera un grupo tribal y neofascista, sino un partido que representa a las clases medias y trabajadoras. No es una fuerza de protesta, sino un partido capaz de gobernar Francia con propuestas razonables. En resumen, ha sabido manipular las angustias de la gente y convertirlas en mensajes (y odios) políticos.

Desde hace cuarenta años, los distintos gobiernos de Francia han combatido el ascenso imparable de este partido y de las ideas de extrema derecha. Las estrategias empleadas han combinado dos factores: la crítica a los “valores” regresivos y antidemocráticos del partido y un intento de abordar las causas sociales que los hacen posibles. En ambos casos han fracasado. Denunciar la amenaza que supone la ideología de este partido se ha convertido en algo imposible, porque es muy difícil convencer a sus seguidores teniendo como único argumento la defensa de la igualdad de los ciudadanos en derechos y deberes. El concepto de igualdad es precisamente el que se ha visto cuestionado y pisoteado por las políticas de desigualdad llevadas a cabo en las últimas décadas. Lo prioritario en la conciencia de los grupos en situación de crisis social es la posibilidad de competir y pertenecer con legitimidad, y la extrema derecha resume perfectamente esta situación con su eslogan: “Los franceses primero”. Para abordar las causas sociales que favorecen la búsqueda de chivos expiatorios (extranjeros, inmigrantes y otros), hay que poder actuar desde las estructuras macroeconómicas que favorecen la integración colectiva. Pero hay que reconocer que los gobiernos, tanto de derechas como de izquierdas y nacionales como europeos (el auge de la extrema derecha es un fenómeno en todo el continente), ya no tienen la capacidad de modificar estas estructuras: no pueden utilizar los mecanismos (sobre todo los déficits) inherentes al desarrollo de las políticas públicas para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. Las decisiones macroeconómicas se toman en otra parte, en Bruselas. Y las políticas públicas no son lo que más preocupa allí. A la hora de la verdad, la progresiva descomposición social a la que asistimos en todas partes, vinculada al proceso de integración de los mercados europeos, favorece el discurso ideológico de exclusión que promueve la extrema derecha y le garantiza un éxito político cada vez mayor. En otras palabras, solo una estrategia europea basada en inversiones que promuevan la cohesión social podría impulsar unas políticas éticas de solidaridad capaces de reducir la influencia de los partidos neopopulistas y de la guerra de todos contra todos que predican. Estamos muy lejos de ello, porque el propio proyecto europeo está en crisis. Lo que ocurrió en Francia el 30 de junio no es, por desgracia, más que un episodio que se reforzará el 7 de julio: la victoria electoral, en el país fundador de Europa —y siguiendo el ejemplo de Italia, otro fundador europeo ya en manos de la extrema derecha—, de una ideología que ha arraigado en el continente gracias a la ausencia de una gran política social común europea.

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