Identidad, pertenencia, comunidad
Nuestra proximidad a la guerra es escasa, aunque la veamos cada día
He visto docenas de veces Lo que el viento se llevó, y hay una escena que desde niña me causa estupefacción. Es durante la barbacoa de Twelve Oaks, en mitad de la fiesta en la que Escarlata O’Hara tortura pretendientes, duerme la siesta en pololos, acosa al novio de su prima Melita y conoce a Rhett Butler. Cuando llega la noticia de que ha estallado la guerra y los muchachos saltan y se abrazan como si les hubiese tocado la lotería...
He visto docenas de veces Lo que el viento se llevó, y hay una escena que desde niña me causa estupefacción. Es durante la barbacoa de Twelve Oaks, en mitad de la fiesta en la que Escarlata O’Hara tortura pretendientes, duerme la siesta en pololos, acosa al novio de su prima Melita y conoce a Rhett Butler. Cuando llega la noticia de que ha estallado la guerra y los muchachos saltan y se abrazan como si les hubiese tocado la lotería.
Miramos la escena con ojos llenos de ironía retrospectiva. Los jóvenes terratenientes creen que les espera una victoria gloriosa porque el honor, el heroísmo y los grandes valores del Viejo Sur son más poderosos que los cañones del norte. También creen que un gobierno corrupto atenta contra su libertad tratando de abolir la esclavitud. Sabemos que la historia no les da la razón. Pero yo no entendía que la guerra misma podía ser celebrada como un acontecimiento feliz por gente rica y relativamente civilizada. Hasta que leí el Equivalente moral de la guerra, la conferencia que William James leyó en la Universidad de Stanford en 1906.
“La guerra moderna es tan costosa que consideramos el comercio como una mejor vía para saquear”, observa James. “Pero el hombre moderno hereda toda la belicosidad innata y todo el amor por la gloria de sus antepasados. Mostrar la irracionalidad y el horror de la guerra no tiene ningún efecto sobre él. Los horrores son lo que lo fascina”. Esa fascinación es inversamente proporcional a la experiencia directa con la guerra de una muchachada sureña intoxicada por la gloria de los héroes de la Revolución Americana y las gestas medievales. Pero también a la existencia de espacios donde un hombre puede demostrar lo que tiene dentro y aprende a ser útil a su comunidad.
“Todas las cualidades de un hombre adquieren dignidad cuando sabe que el servicio de la colectividad que lo posee las necesita”, escribe James. “Si se enorgullece de la colectividad, su propio orgullo aumenta en proporción”. Lo vemos en los deportes de equipo, en los programas de Alcohólicos Anónimos. Lo dicen los neurobiólogos, los filósofos y los académicos del bienestar. Necesitamos lugares donde construir los tres pilares de una vida plena: identidad, pertenencia, comunidad. A ser posible sin perseguir a nadie, sin matar o morir.
La guerra siempre tiene profetas. “Las naciones nunca son estacionarias”, decía el general Homer Lea. “Necesariamente deben expandirse o encogerse, según su vitalidad o decrepitud”. “Es la forma esencial del Estado”, decía el sociólogo S. R. Steinmetz. El economista Simon Patten decía que “la humanidad fue criada en dolor y miedo, y que la transición a una ‘economía del placer’ podría ser fatal para un ser que no tiene poderes de defensa contra sus influencias desintegradoras”. Patten fue el primero en observar el advenimiento de la sociedad del consumo y augurar algunas de las complicaciones. Pero el capitalismo no es equivalente a la paz.
No conocemos la clase de guerra que definió la primera mitad del siglo XX. Ni siquiera hacemos el servicio militar. Nuestra proximidad a la guerra es escasa, aunque la veamos cada día. Unos nos buscamos en manifestaciones que John Berger llamaba ensayos para la revolución. Otros se buscan en la manosfera, qAnon, la brigada antivacunas, MAGA y Alvise. Todos queremos lo mismo: identidad, pertenencia, comunidad.