Pasar al otro lado

Hoy las horas huelen a rastrojo de sombra. El día destroza a tarascones lo que se ponga delante. Se acabaron los tiempos de soñar

Dos personas observan fotos familiares antiguas.Shestock (Getty Images/Tetra images RF)

El día está terrible sin escrúpulos. Qué le importan al día la dicha o la desesperación si el día es una cosa inerte. Miro el cielo blanco como un cartílago. Cuando era chica me bastaba pensar que cuando creciera sería una mujer francesa, que nadaría en el trópico, que iría a discotecas de Nueva York usando tacos de 15 centímetros y carmín violento, que viviría en Bali, que conocería el África, que siempre habría un caballo al que podría montar. Esos pensamientos me hacían bastante feliz. También imaginaba una existencia simple: campos de arroz, mi choza, una hamaca, una mesa chica, un bote, u...

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El día está terrible sin escrúpulos. Qué le importan al día la dicha o la desesperación si el día es una cosa inerte. Miro el cielo blanco como un cartílago. Cuando era chica me bastaba pensar que cuando creciera sería una mujer francesa, que nadaría en el trópico, que iría a discotecas de Nueva York usando tacos de 15 centímetros y carmín violento, que viviría en Bali, que conocería el África, que siempre habría un caballo al que podría montar. Esos pensamientos me hacían bastante feliz. También imaginaba una existencia simple: campos de arroz, mi choza, una hamaca, una mesa chica, un bote, un cuaderno de notas, el sol rindiéndose como un santo al atardecer. El mar, olor a peces, redes, los pies morenos, muelles sin orgullo, guijarros como pensamientos fríos, conversaciones con mujeres y hombres cuyos idiomas mayormente desconocería, calles mojadas por el cauce blando de la ropa tendida. Hice algunas de esas cosas. Tuve muchas más. No hay quejas. Pero hoy las horas huelen a rastrojo de sombra. El día destroza a tarascones lo que se ponga delante: un rostro humano, un hocico. Se acabaron los tiempos de soñar, dice el día. Se acabaron los tiempos de creer. Ya no se vuelve a hablar de ostras y de reyes. Adiós a la rima bien templada, a la memoria y a la miel, a la música del tiempo. No más silencio fragante. El día esparce restos óseos en su rol de asesino y muestra quién manda. Y manda él. De las epifanías, del galope de aquel corazón —que era el mío—, queda poco. De lo que parecía triunfante, de lo que parecía invencible: queda poco. El día, su rabia filosa, transporta con circunspección la arquitectura yerta de lo que no fue, de lo que no se pudo, de lo que no será. “(…) queda siempre un poco de todo”, escribe Carlos Drummond de Andrade, “A veces un botón. A veces una rata”. Ya lo sabemos: las puertas del cielo se disfrazan de oscuridad. Hay que deslizarse con audacia, suavemente, pasar el túnel y encontrar lo que queda. Porque la ausencia de ternura es el infierno.

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