En México, el misterio comienza el día después de las elecciones
Una mujer será presidenta de la República mexicana por primera vez tras los comicios del 2 de junio. Todo lo demás está por ver
No hay misterio sobre la identidad de la mujer que va a ocupar la silla presidencial en México los siguientes seis años. Claudia Sheinbaum, candidata del partido oficial, contempla los comicios del próximo 2 de junio desde la cómoda ventaja, que le otorgan las encuestas, de más de 20 puntos de distancia respecto a su principal rival, ...
No hay misterio sobre la identidad de la mujer que va a ocupar la silla presidencial en México los siguientes seis años. Claudia Sheinbaum, candidata del partido oficial, contempla los comicios del próximo 2 de junio desde la cómoda ventaja, que le otorgan las encuestas, de más de 20 puntos de distancia respecto a su principal rival, Xóchitl Gálvez, abanderada de los partidos tradicionales, PAN, PRI y PRD, hoy en la oposición. Los modelos de predicción le atribuyen a Sheinbaum un margen que va de un 86% a un 94% de probabilidades de triunfo.
El verdadero suspenso reside en otro lado. ¿Conseguirá los márgenes necesarios para obtener una victoria legítima, pese a las cuestionadas intervenciones del presidente en el proceso o a los ruidos provocados por la violencia del crimen organizado en las campañas? ¿Obtendrá la mayoría en el Congreso para dotar a su administración de la gobernabilidad necesaria? ¿Conseguirá su partido retener la alcaldía de la Ciudad de México o gobernará desde territorio rival? Y eso no agota la mayor de las incertidumbres que entrañan estos comicios: el difícil relevo que supone asumir las riendas de un movimiento político y social fundado en torno a un liderazgo tan singular como el de Andrés Manuel López Obrador.
Comencemos por las certidumbres. Claudia Sheinbaum va a ganar por el efecto combinado de cuatro factores.
1. Las mayorías contra los partidos tradicionales.
En 2018 López Obrador ganó los comicios con el 53% del voto y barrió con los partidos vigentes. En cierta manera lo extraño es que no hubiera sucedido antes. El agotamiento del modelo anterior se convirtió en una fábrica de votos en contra del PAN y del PRI, que se habían alternado en la silla presidencial en las décadas previas. La última administración, la del priista Enrique Peña Nieto (2012-2018), terminó con los peores niveles de popularidad de la historia reciente, en medio de duras críticas respecto a la corrupción, la frivolidad y los excesos de las élites. Una inconformidad que no es más que la versión mexicana de la irritación que generó la globalización a ultranza en buena parte del planeta. En nuestro país el llamado neoliberalismo propició una prosperidad modesta (2,2% de crecimiento anual en el PIB del 2000 al 2018), pero de notorios contrastes sociales, regionales y entre ramas industriales. Un enorme enriquecimiento del decil superior de la sociedad mexicana, una aceptable prosperidad del tercio mejor acomodado, pero una lamentable incapacidad para modificar la realidad de la mayoría de la población. Basta señalar dos datos: al arranque del sexenio, 56% de la población trabajadora tenía que emplearse en el sector informal, reflejo de la incapacidad del sistema para ofrecer un trabajo a los mexicanos. Pero en el formal tampoco es que la mano de obra lo pasara mucho mejor: el salario mínimo fue deliberadamente mantenido durante 35 años por debajo de la inflación para propiciar la generación de empleos. Los empleos no llegaron, pero sí una brutal pérdida de poder adquisitivo de los sectores populares.
2. La popularidad de López Obrador.
Bajo el lema “primero los pobres” y con un discurso beligerante en contra de las élites en el poder, el tabasqueño se hizo con la presidencia, consiguió mayorías amplias en el Congreso y a lo largo de los siguientes seis años utilizó su capital político para poner en marcha un régimen peculiar, de difícil caracterización, incluso para parámetros latinoamericanos. La singularidad del Gobierno de la Cuarta Transformación (4T), como gusta llamarse a sí mismo, y el estilo personal de López Obrador, escapan a los límites de este texto. Basta decir que una constelación de programas sociales y políticas públicas provocaron una derrama efectiva sobre las mayorías, pero fueron acompañadas de una paradójica batería de políticas macroeconómicas de corte conservador. El resultado fue un incremento en el poder adquisitivo de los pobres, la estabilidad económica de las cuentas públicas sanas y la fortaleza de la moneda nacional. Grosso modo, un modelo destinado a distribuir la riqueza sin quitarle a los de arriba y sin desestabilización, pero con cargo al Gobierno y a su adelgazamiento. Existen dudas de que tal fórmula de financiamiento sea sostenible, sin deuda ni aumento de impuestos; parte del reto de quien lo sustituya. Esta relativa prudencia contrastó visiblemente con un discurso obsesivo y radical en contra de los grupos conservadores y los medios de comunicación críticos. Muy exitoso políticamente: por primera vez en la historia, las mayorías empobrecidas entendieron que el soberano de turno hablaba en su nombre y en contra de las élites responsables de su infortunio. Esto le ha otorgado una base social sólida y a prueba de escándalos, golpes mediáticos y contratiempos, pandemia incluida. Claudia Sheinbaum se ve beneficiada al presentarse como la candidata de la continuidad de un régimen que goza de amplia popularidad. López Obrador termina su gestión con niveles de aprobación que rondan un 60%, puntos más o menos dependiendo de la casa encuestadora.
3. Errores de la oposición.
Los sectores adversos al obradorismo, partidos políticos incluidos, atribuyeron la derrota de 2018 a las artes demagógicas de López Obrador. Un diagnóstico que les impidió encarar el rechazo que habían sufrido y hacer los cambios necesarios para renovarse o tomarse el tiempo de construir propuestas alternativas a las de López Obrador, de cara a la inconformidad popular. A lo largo del sexenio se limitaron a criticar al gobierno de la 4T y en particular al presidente, asumiendo que bastaba con “desenmascarar” la manipulación y exhibir la ineficiencia del populismo para precipitar la caída de Morena y recuperar el poder. Para su sorpresa, el apoyo al presidente resultó refractario a todas las críticas y escándalos lanzados en su contra. La mejor ilustración del éxito de López Obrador para construir una narrativa dominante es que, llegado el momento de elegir candidatos, la oposición se vio obligada a buscar a la figura que menos se pareciera a ellos mismos y más respondiese a las exigencias populares. La elegida fue la senadora Xóchitl Gálvez, de orígenes modestos, histriónica y de verbo coloquial. Un personaje cercano al PAN, aunque nunca militante. Gálvez ha conseguido mantener un precario equilibrio, no siempre con éxito, pero francamente meritorio, considerando el desprestigio de los partidos que la abanderan y las contradicciones entre ellos mismos. En la práctica ha intentado competir enarbolando banderas de la propia 4T. Desde luego posee una base real formada por el electorado conservador y por grupos de los sectores medios desencantados por el populismo obradorista. Para su desgracia, una mezcla que ronda alrededor de un 30% del electorado.
4. Fragmentación del voto opositor.
El partido Movimiento Ciudadano parecía un membrete más de los partidos calderilla que parasitan de las alianzas de ocasión con los partidos consolidados. Sin embargo, triunfos coyunturales en los poderosos estados de Nuevo León (Monterrey) y Jalisco (Guadalajara), despertaron las ambiciones políticas y la aspiración de convertirse en “la tercera vía”. Su candidato, el joven Jorge Álvarez Máynez, resultó una oleada fresca en el discurso entrampado y polarizante entre los dos grandes bloques políticos. Su estrategia de concentrarse en el votante joven, relativamente abandonado por los partidos tradicionales, le ha permitido tomar una inesperada tracción. Si bien se asume que sus posibilidades fluctúan entre un 8% y un 15%, se trata de un monto que operaría en contra de las aspiraciones de Xóchitl Gálvez. Ella habría necesitado del voto indeciso y absolutamente de todos los pliegues que escapan a la marea obradorista.
México tendrá una mujer en la presidencia los próximos seis años y sería una sorpresa abismal si no lleva por nombre el de Claudia Sheinbaum. Más allá de esta certidumbre, lo demás está en el aire: el apoyo o la falta de él que tendrá del Congreso elegido este 2 de junio, las dificultades para hacer un relevo efectivo de un movimiento tan personalizado como el de López Obrador, el ambiente crispado que la espera, la criminalidad galopante, el peso adquirido por los militares y el rompecabezas financiero para sostener la derrama social y el crecimiento. Un reto para esta científica de formación con reputación de buena administradora pública. Pero esa es otra historia, una que comenzará el 3 de junio.