tribuna

El silencio de las mujeres

La actitud desdeñosa masculina pervive en numerosos comportamientos. El desprecio a la palabra femenina forma parte de nuestra cultura

Imagen de la película 'Siempre nos quedará mañana'.

Delia comienza cada día con una bofetada de su marido y raras veces consigue terminarlo sin recibir una paliza. La protagonista de la película Siempre nos quedará mañana, de Paola Cortellesi, nunca devuelve los golpes. La violencia que sufre ha sido integrada en la rutina de su familia, de los vecinos, de la comunidad. Cada vez que el marido la golpea se cierran las ventanas, los tres hijos salen de la habitación, las vecinas callan. Su suegro, que...

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Delia comienza cada día con una bofetada de su marido y raras veces consigue terminarlo sin recibir una paliza. La protagonista de la película Siempre nos quedará mañana, de Paola Cortellesi, nunca devuelve los golpes. La violencia que sufre ha sido integrada en la rutina de su familia, de los vecinos, de la comunidad. Cada vez que el marido la golpea se cierran las ventanas, los tres hijos salen de la habitación, las vecinas callan. Su suegro, que vive con ellos, repite que el problema es que Delia no puede tener la boca cerrada. Y aconseja a su hijo cómo pegarla —con menos frecuencia, pero más intensidad—, porque tampoco aguanta oírla llorar todos los días. Cada palabra de la mujer es vivida como una provocación. Su llanto, su voz resultan insoportables para los hombres de la casa. Quererla muda significa aislarla, anularla. Aunque la historia de Delia transcurre en la Italia de 1946, es solo otro episodio de una realidad más vieja que la tos.

A las mujeres se les ha cortado la lengua de forma literal y metafórica a lo largo de la historia. A Filomela, hija de un rey de Atenas, le cortó la lengua su cuñado tras violarla para que no pudiera denunciarle. La ninfa Eco, en una parodia de sumisión femenina, fue castigada a no hablar, tan solo podía repetir las últimas sílabas de las palabras de aquellos a quienes se acercaba. La Sirenita, la criatura creada por Hans Christian Andersen, vendió su hermosa voz a cambio de sustituir su cola de sirena por un par de piernas para así poder conquistar al príncipe de quien se había enamorado. Escribe san Pablo a Timoteo: “No permito que (las mujeres) enseñen ni que pretendan imponer su autoridad sobre el marido: al contrario, que permanezcan calladas”.

Hay otras maneras de silenciar a las protagonistas de los mitos y de los cuentos: dormirlas. Es una larga tradición: La bella durmiente, Penélope, Blancanieves, Psique… Pero aún más eficaz que golpearlas o recurrir al sueño es no prestar atención a sus palabras. Ningunearlas. “Ser una persona sin importancia, hablar sin tener ningún poder, es una condición horrible y altamente desconcertante, como si fueses un fantasma, una bestia, como si las palabras murieran en tu boca, como si el sonido ya no viajara. Es casi peor decir algo y que no importe que permanecer en silencio”, escribe Rebecca Solnit en su libro Recollections of My Nonexistence.

Es el caso de Casandra, hija de Príamo, que predijo que su hermano Paris causaría la destrucción de Troya y que el caballo de madera que los griegos dejaron en las puertas de la muralla era una trampa. Nadie la hizo caso. Cuenta el mito que el dios Apolo, furioso porque ella no quiso entregarse a él, le dio el don de la clarividencia con el tormento de que sus advertencias serían ignoradas. No pudo violarla, pero ejerció sobre ella una forma perversa de violencia: despojarle de credibilidad. Ridiculizó su voz hasta reducirla a un blablablá.

Despreciar las palabras de las mujeres en el ámbito privado y en el público forma parte de nuestra cultura, de nuestro lenguaje, de nuestra historia. En el mundo clásico, parte de la educación de un hombre era aprender a controlar el discurso, imponiendo su autoridad frente a la voz femenina. “Quiero empezar por el principio mismo de la tradición literaria occidental, con el primer ejemplo documentado de un hombre diciéndole a una mujer ‘que se calle’, que su voz no había de ser escuchada en público. Me refiero a un momento inmortalizado al comienzo de la Odisea de Homero, hace casi 3.000 años”, escribe Mary Beard en el ensayo Mujeres y poder. Un manifiesto. Acude al primer canto, cuando Telémaco manda callar a Penélope, su madre, y la envía a casa a ocuparse de sus labores, “del telar y la rueca”.

Esa actitud desdeñosa pervive en numerosos comportamientos. Prosigue Mary Beard: “Se da el caso de que cuando los oyentes escuchan una voz femenina, no perciben connotación alguna de autoridad o más bien no han aprendido a oír autoridad en ella”.

La RAE no reconoció la autoridad de María Moliner cuando rechazó su candidatura en 1972. Moliner era la autora del Diccionario de uso del español, “el más completo, más útil, más acucioso y divertido de la lengua castellana (…), más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y, a mi juicio, más de dos veces mejor descrito”, escribió Gabriel García Márquez. Antes de conocer la decisión de la Academia, la autora declaró con ironía: “Desde luego es una cosa indicada que un filólogo entre en la Academia y yo ya me echo fuera, pero si ese diccionario lo hubiera escrito un hombre, diría: ¡Pero y ese hombre cómo no está en la Academia!”.

Hay una escena de la película Siempre nos quedará mañana en la que el marido acude a un colegio electoral para agredir a Delia. Al verlo, las otras mujeres forman un muro protector y él, impotente, se marcha. El leitmotiv de la historia femenina ha sido la supervivencia. Sobrevivir hoy requiere potenciar nuestra voz, afinarla, proyectarla. Confiar en nuestra autoridad. Apoyarnos. En un homenaje a Moliner, Soledad Puértolas declaró que ésta “concibió la lengua como un sistema de solidaridad interna”. Es una hermosa imagen que podría transferirse a la solidaridad entre las mujeres, imprescindible para cuestionar qué significa la “voz de autoridad” y resignificarla.

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