LA BRÚJULA EUROPEA

El antídoto

La solución al veneno que nos intoxica se halla no solo en la política y el boletín oficial del Estado, sino en la brújula moral de empresas e individuos

Agentes de seguridad detienen a una persona tras el intento de homicidio del primer ministro eslovaco, Robert Fico, este jueves.Radovan Stoklasa (REUTERS)

El veneno se expande por el bello cuerpo de Europa. El intento de asesinato del primer ministro eslovaco ha vuelto a exponer en toda su crudeza el contexto político tóxico en el que nos vamos hundiendo. Hay que ser muy cautelosos en recurrir al trazo grueso y a las generalizaciones ante distintos episodios de violencia en diferentes realidades políticas, pero es evidente que hay una amplia degeneración del debate público que espol...

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El veneno se expande por el bello cuerpo de Europa. El intento de asesinato del primer ministro eslovaco ha vuelto a exponer en toda su crudeza el contexto político tóxico en el que nos vamos hundiendo. Hay que ser muy cautelosos en recurrir al trazo grueso y a las generalizaciones ante distintos episodios de violencia en diferentes realidades políticas, pero es evidente que hay una amplia degeneración del debate público que espolea sentimientos peligrosos y que se detecta de forma muy extendida en el continente. ¿Cuál es el antídoto?

Desafortunadamente, se perfila como un medicamento complejo, que requiere múltiples componentes. Como bien apuntaba en estas páginas recientemente Marta Peirano a propósito de desinformación, es necesaria la labor de varios actores, con política, plataformas digitales y periodismo destacando entre ellos. Esos mismos son la clave en el ámbito más amplio de la polarización tóxica, dentro de la cual la desinformación es un aspecto importante. La complejidad aumenta si se tiene en cuenta que la secreción de las sustancias necesarias para el antídoto no podrá llegar solo a través de legislación, sino que depende en gran medida de una brújula moral interior. De anteponer el interés colectivo y los valores que lo sostienen al interés de parte.

Las plataformas digitales, como es notorio, son tremendos aceleradores de la dinámica polarizadora. Los algoritmos de las redes sociales impulsan con especial fuerza mensajes agitadores y emocionales, porque pasión e indignación tienden a mantener a los usuarios más atados a las pantallas que discursos sosegados y racionales. Nos reafirman o nos indignan para hipnotizarnos, porque lo que quieren es nuestro tiempo, y exprimir de él la información con la que hacen dinero. Son motores centrífugos. Obviamente les importa mucho menos la concordia ciudadana que su cuenta de resultados. Aquí sí es fundamental la regulación, exigir estándares, clavarles a responsabilidades de forma cada vez más afinada y eficaz. Sin embargo, la tarea es difícil. La incitación burda al odio es relativamente fácil de detectar y hay herramientas para exigir su destierro. La lluvia fina polarizadora es inmensa y difícilmente regulable sin renunciar a principios básicos. Gracias a ella prosperan muchas plantas tóxicas.

El periodismo independiente es un componente imprescindible del antídoto. La verificación honrada de los hechos en todas las direcciones es lo que conforma la base común de una sociedad. Hacen falta al menos un mínimo de datos comprobados y compartidos sobre los que construir el debate para que una democracia funcione. Sin embargo, ese periodismo, que tiene su línea editorial, pero persigue la verdad en todas las direcciones y crítica con claridad todo lo que merezca crítica, se debilita por doquier en el continente. Las dificultades financieras dificultan la tarea de inquirir los poderes políticos o económicos de los que puede depender la subsistencia del medio, mientras redacciones menguantes pierden fuerza para dedicar efectivos a investigar, etc. A la vez, las susodichas plataformas no solo atraen casi toda la publicidad, sino que también casi toda la atención, desplazando a los medios y privándoles de su capacidad de proyectar una cosmovisión completa desde el conjunto de sus páginas.

Prolifera en cambio el periodismo militante, aquel que antepone la persecución de objetivos políticos a la auténtica búsqueda de la verdad, lleve adonde lleve esta. Aquel periodismo ocasionalmente puede desvelar importantes hechos. Pero, incluso cuando es honrado —declarando abiertamente sus posiciones y objetivos y respetando las praxis básicas del oficio— no es la solución a nuestro veneno, porque por definición es de parte. Tiende a apuntar sus cañones solo en ciertas direcciones. Ello le resta credibilidad. Su naturaleza no tiende puentes: agranda abismos.

Luego están los sedicentes periodistas que son simplemente agentes al servicio —sea por creencia o por pecunia— de ciertas causas. Estos no merecen ni estar en el mismo párrafo que los anteriores. No solo no son antídoto: son el veneno.

Llegados a este punto, conviene citar otra p, subsidiaria pero importante: la de potencias extranjeras, que aprovechan las otras para fomentar la discordia en nuestras sociedades con el objetivo de debilitarnos, convertirnos en sociedades disfuncionales.

Pero, claro está, la p central es la de la política nacional. Es ella la que tiene la mayor capacidad de envenenar o sanar, a través de la contención. En Europa, la responsabilidad fundamental de la degradación del discurso público corresponde a la ultraderecha, portadora tan a menudo de mensajes execrables e incendiarios. Madrid será escenario este domingo de un acto que reunirá varios de sus líderes internacionales. Poca duda cabe de que habrá abundancia de veneno. Lo preocupante es que, en muchos países europeos, la derecha supuestamente moderada no solo pacta con la ultra, sino que asume parte de los contenidos y los tonos de esta. España es un caso de manual.

Esta premisa, sin embargo, no puede conducir a una denegación de responsabilidades en el ámbito izquierdo del espectro. Por supuesto que ha habido y hay fuerzas izquierdistas que lo han apostado todo a la polarización, con posiciones de populismo de manual y que abrazan retóricas agitadoras —Mélenchon en Francia, Cinco Estrellas en Italia o Podemos en España, por ejemplo—. La misma socialdemocracia no puede de ninguna manera eludir un examen autocrítico. Limitarse a denunciar lo grande que es la viga en el ojo ajeno no bastará. Conviene ocuparse de tener los ojos propios bien despejados, que algo de paja tienen, o incluso alguna viga menor.

El antídoto pasa por la convicción de que la solución no es bajar al barro producido por los demás. No es renunciar a la pulcritud, pensar que si los demás cometen atropellos, entonces ya se está liberado de ciertos vínculos, que si los demás inyectan veneno y colonizan instituciones, entonces hay derecho a responder con al menos la mitad de aquello. No caben ingenuidades. La política es pelea. Pero hay límites, y entrar en cierto juego, aunque sea como respuesta y con menor intensidad, es alimentar la espiral. Hoy, tal vez, otorga la victoria. Mañana, sin duda, deja sociedades peores para todos. Y es que se puede vencer de forma diferente. Los perfiles de los candidatos vencedores en las elecciones catalanas y vascas son una prueba.

Y eso conduce a otras dos p fundamentales: palabras y personas. El antídoto es una obra colectiva. Nos exige a todos. A empresas como las alemanas que se pronunciaron en contra de la ultraderecha. Y a particulares. Todo cuenta. Ese adjetivo que no debimos proferir o publicar. Ese punto de benevolencia con nuestra parte y esa saña con la otra. Esa grave vez que no tuvimos los reflejos de oponernos a un atropello que envalentonó a los del veneno o que no nos desmarcamos de nuestro grupo cuando se equivocaba aunque por lo general tenga razón. El antídoto, el espíritu de la regeneración democrática, no se hallará tanto en el Boletín Oficial del Estado como en la brújula moral de los individuos.

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