Degradación del discurso público
Es intolerable que algunos cargos públicos utilicen un lenguaje cargado de amenazas, insultos y expresiones machistas
El lenguaje de la confrontación entre adversarios políticos siempre ha existido en democracia. Sin embargo, España asiste hoy a la sustitución del debate ideológico por la pura descalificación personal. Uno de los ejemplos más sangrantes lo hemos visto estos días en un tuit publicado por Miguel Ángel Rodríguez —un cargo público que representa a la institucionalidad como jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayu...
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El lenguaje de la confrontación entre adversarios políticos siempre ha existido en democracia. Sin embargo, España asiste hoy a la sustitución del debate ideológico por la pura descalificación personal. Uno de los ejemplos más sangrantes lo hemos visto estos días en un tuit publicado por Miguel Ángel Rodríguez —un cargo público que representa a la institucionalidad como jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso— en el que atacaba a Hacienda; a la Fiscalía; al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez —al que se refería como el “Perro”—; a la periodista de TVE Silvia Intxaurrondo y al Grupo Prisa, editor de EL PAÍS. Remataba con el “me gusta la fruta”, que pretende pasar por una mofa rebelde cuando todo el mundo sabe que es la traducción cínica de un insulto al jefe del Ejecutivo pronunciado en el Congreso de los Diputados.
Al cuestionar buena parte de las instituciones representativas de toda democracia con el objeto de presentar como víctima a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Rodríguez no hacía más que aplicar una estrategia de inconfundible sello populista. Una escalada verbal que se recrea en la sensación de impunidad y conduce a las intolerables amenazas, conocidas ayer, de Rodríguez a un medio de comunicación, eldiario.es. Como en el caso de Trump y Bolsonaro, que también dicen sentirse perseguidos, o en el de Bukele, que el día de su reelección señaló a EL PAÍS, la prensa libre siempre molesta a quienes se creen dueños de un Estado o de la verdad. Urge terminar con la agresividad verbal que vivimos a diario en España porque sienta precedentes peligrosos mientras socava la credibilidad y la dignidad que se atribuye a quien ejerce un cargo institucional.
A este embrutecimiento del discurso —que ya vimos en algún dirigente independentista durante el procés, que practican dirigentes del PP desde hace cinco años o que ya ni llama la atención en Vox— se apuntó esta semana el ministro de Transportes, Óscar Puente, al aludir en una red social, y con insoportable hedor machista, al “testaferro con derecho a roce de Isabel [Díaz Ayuso]”. De un miembro del Gobierno se esperan siempre otras formas. Aunque solo sea por respeto a su cargo. Pensar que una réplica debe ser proporcional a la violencia retórica recibida supone defender una ética tabernaria.
En política, la bajeza verbal pone en peligro —amén de las reglas básicas de urbanidad— el consenso social sobre lo que es tolerable decir en público y, de paso, sobre las líneas rojas que una democracia no puede permitirse traspasar sin debilitar sus propios fundamentos. La falsa espontaneidad del populismo es el primer paso para la descomposición institucional. Los servidores públicos deben preguntarse si la perpetua tensión electoral en la que vive España hace imposible una política no ya sosegada y constructiva, sino mínimamente respetuosa.
La proyección que les da el cargo que ostentan y el liderazgo social que ejercen entre los suyos son incompatibles con un lenguaje como el que coloniza ya las redes sociales, algunos medios de comunicación y muchos debates parlamentarios, convertidos en un barrizal de acusaciones, como pudo verse en la sesión de control al Gobierno de este miércoles. El riesgo de desafección ciudadana hacia los representantes públicos es tan grave como la polarización que, frívolamente, estos promueven con su actitud. Los políticos españoles harían mal en minusvalorar el efecto que, de seguir en esta dinámica, su crispación puede llegar a tener en la convivencia ciudadana.