La moto averiada de la izquierda

El progresismo alternativo sueña con organizaciones indefinidas basadas en el carisma digital de sus líderes y un cuerpo de simpatizantes con los que establecer una relación más marketiniana que orgánica

Desde la izquierda, la candidata de Sumar a la presidencia de la Xunta, Marta Lois; la líder del partido, Yolanda Díaz, y la ex alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en el cierre de campaña de Sumar, el día 16 en Santiago de Compostela.Xoan Rey (EFE)

“El BNG solo ha tenido que sentarse a esperar para ver cómo después de las Mareas las aguas vuelven a su cauce”. Esto me decía alguien conocedor de la política gallega a propósito de uno de los triunfadores de la noche del domingo. El otro, el P...

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“El BNG solo ha tenido que sentarse a esperar para ver cómo después de las Mareas las aguas vuelven a su cauce”. Esto me decía alguien conocedor de la política gallega a propósito de uno de los triunfadores de la noche del domingo. El otro, el PP, ha dejado vía libre a su arrogancia dando por finiquitado a Sánchez. Es cierto que la victoria no entiende de matices, tanto como que los medios de la corte madrileña tuvieron que reescribir las columnas donde ya le tomaban las medidas a Feijóo. Un par de escaños menos y todo hubiera sido muy diferente.

Ese sentarse a esperar ha sido realmente mucho más. Continuidad y cercanía, algo que en el BNG ha resultado una constante. De repente todo el mundo en la izquierda reclama el valor de la implantación territorial para explicar, de alguna manera, el pésimo resultado de Sumar cuando no los despreciables números obtenidos por Podemos. Bien está, sobre todo si se entiende que el apego al territorio es algo más complejo que contar con una marca. Existir en un lugar es construir comunidad mediante la política cotidiana en barrios y pueblos. Aspirar a representar a tus votantes no es lo mismo que ser tus votantes.

Galicia era una prueba difícil para Sumar al tener que enfrentarse a opciones más consolidadas y competir con hasta cinco partidos con posibilidades. También porque su espacio no había obtenido representación en 2020: pesa la memoria del voto útil. ¿Qué podía ofrecer el partido de Díaz que no ofrecieran alguna de las otras opciones ya existentes? Ahí el tema trasciende la especificidad gallega y nos sitúa ante el problema que esta organización no ha sabido resolver en sus casi primeros dos años de existencia.

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Un problema que proviene, más que de una incapacidad, de una apuesta. Que Sumar parezca más un cuadro impresionista que un cómic de línea clara no seduce a los votantes, pero también paraliza a los militantes de los partidos bajo su paraguas: ¿por qué esforzarte en una campaña donde los argumentos, candidatos y decisiones se te han impuesto sin que puedas influir mínimamente sobre ellas? Díaz y su aparato padecen de la misma verticalidad que ya padecía Iglesias, con la diferencia de que la gente que te pega los carteles carece de la ilusión de entonces.

La democracia interna es algo más que una necesidad ética, es un bien organizativo que vale para implicar a los que mueven tu mensaje hasta el emplazamiento más recóndito para que tu proyecto adquiera capilaridad. La pones en funcionamiento si crees que la necesitas. Si no fabulas con que no te hace falta porque no te hacen falta ni los militantes, ni las estructuras ni por tanto un sistema reglado de toma de decisiones. Es con lo que, por desgracia, lleva soñando el progresismo los últimos tiempos: organizaciones indefinidas basadas en el carisma digital de sus líderes y un cuerpo de simpatizantes con los que establecer una relación más marketiniana que orgánica.

Alguien —alguien con un máster caro en una universidad extranjera— vendió la moto la pasada década y ahí sigue el cacharro, en el taller, en una continua reparación que nunca termina porque nadie se atreve a admitir que le timaron. El 15-M fue bonito pero también valió para que un incontable ejército de charlatanes creyera ver en las plazas la validación de sus novedosísimas teorías que, dijeran lo que dijeran, despreciaban a los partidos y a los militantes. Hoy todo el arco político español, desde la extrema derecha a la izquierda nacionalista, cuenta con partidos fuertes. Todos menos la izquierda alternativa.

La cuestión es que lo que funcionó por un breve lapso hoy ya no funciona. Las alambicadas enunciaciones que explicaban aquel éxito nunca tuvieron en cuenta que el contexto era propicio para que triunfara hasta una banda de gardenias dirigidas por un ficus. El paro, la corrupción, los recortes impuestos desde Europa y perpetrados por el Gobierno de la derecha, más una grave crisis de legitimidad del régimen político, estaban entonces muy presentes y hoy prácticamente ausentes. Si todo aquello se pudo aprovechar fue porque antes había existido una acumulación de fuerzas —de militantes, prácticas e ideas— que hundía sus raíces en el arco que va de las manifestaciones contra la guerra en Irak hasta la lucha contra el Plan Bolonia pasando por las primeras protestas enfocadas en la vivienda.

Puede que escribir todo esto nos haga ser parte de esa izquierda prejuiciosa e inquisitorial de la que Alberto Garzón dice haber sido víctima al ponerle difícil vender su agenda para hacer lobby. Quizás reclamar que la ministra de Trabajo cuente con un partido centrado en el trabajo nos haga pasar por unos tradicionalistas trasnochados. Lo cierto es que el progresismo no abandona su trayectoria declinante, por más que recurra a nuevos rostros, siglas, denominaciones y diversidades. Lo mismo es que todo es más sencillo de lo que parece.

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