Deseo de buena política

‘El sentido de consentir’, de Clara Serra, incomoda porque nos invita a penetrar en parcelas oscuras de la conciencia progresista

La filosofa Clara Serra, fotografiada en el Museu Drassanes en Barcelona.Gianluca Battista

El martes 6 de febrero, centenares de lectores se quedaron fuera de la presentación en Barcelona. El martes 13, el ensayo se presentaba en Madrid y la editorial optó por cambiar de sala para que la gente pudiese escuchar el diálogo con la filósofa feminista. El 15, nueva presentación en Barcelona y ni una silla vacía de las 200 disponibles. El viernes lleno en La Malagueta. 1.000 personas en 10 días. No puede ser casualidad. Hay libros que tienen la virtud de responder a una demanda latente porque la ciudadanía descubre a través de aquellas palabras que existía una discusión pendiente o mal pl...

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El martes 6 de febrero, centenares de lectores se quedaron fuera de la presentación en Barcelona. El martes 13, el ensayo se presentaba en Madrid y la editorial optó por cambiar de sala para que la gente pudiese escuchar el diálogo con la filósofa feminista. El 15, nueva presentación en Barcelona y ni una silla vacía de las 200 disponibles. El viernes lleno en La Malagueta. 1.000 personas en 10 días. No puede ser casualidad. Hay libros que tienen la virtud de responder a una demanda latente porque la ciudadanía descubre a través de aquellas palabras que existía una discusión pendiente o mal planteada y el libro en cuestión invita a reabrirla: El sentido de consentir de Clara Serra, que incomoda porque nos invita a penetrar en parcelas oscuras de la conciencia progresista, es un libro de estas características. El fenómeno que se ha vivido estas semanas revela la constatación de un problema —el debate sobre el consentimiento como respuesta a la violencia sexual fue superficial—, la reflexión que propone refuerza la idea que legislar mal siempre es un desastre —la ley del solo sí es sí está teniendo consecuencias indeseables que van más allá de la polémica reducción de penas— y, a la vez, existe un deseo de buena política.

En la mesa de este jueves en Barcelona, después de una conversación que conectó la meditación sobre la ética del deseo sexual con la exposición de los conflictos teóricos del feminismo y la dificultad política para consensuarlos como respuesta a la violencia, llegó el turno de una jueza de lo penal: Carme Guil. El recorrido teórico no había sido improvisado. Como afirma Serra en su libro, “las dificultades que implica legislar sobre esta materia tienen que ver con un problema político, es decir, remiten a algo prejurídico”. El discurso substanciado por las tres ponentes anteriores a la jurista había partido de la psicología, siguieron con la filosofía política que ve en el consentimiento afirmativo un retroceso feminista porque invalida la lucha por la autonomía de poder decir “no” como la respuesta fundamental a la agresión, y siguió con la proclama contra las dinámicas punitivistas porque no están consiguiendo rebajar significativamente la violencia estructural que padecen las mujeres y, además, liman el horizonte democrático. Entonces la jueza empezó su intervención leyendo el artículo 178 del Código Penal modificado por Ley de Libertad Sexual.

No es cómodo impugnar el espíritu de una ley cuyo propósito bienintencionado ha sido enfrentarse a una realidad trágica: “la violencia contra las mujeres sigue siendo una constante”, para decirlo con la contundencia de ayer de Lucía Lijtmaer. La cuestión es la calidad de la respuesta política a una realidad compleja. La que se ha dado en nuestro país en la dimensión legal, condicionada tanto por las urgencias y las tensiones partidistas como por la degradación de la deliberación parlamentaria, ha sido de baja calidad. Quedó todavía más claro cuando la jueza Guil, tras una hora larga escuchando, leyó el artículo que introduce la noción de consentimiento en el Código Penal. Lo hizo dos veces, lentamente, para que lo interpretásemos en función de lo dicho hasta aquel momento. De repente pareció evidente que el legislador ha elaborado una respuesta que puede estar causando multitud de nuevos problemas, desde el desconcierto que atrapa a los adolescentes en el descubrimiento de la sexualidad (y que ya llega a los tribunales) hasta una sobreprotección paternalista de la mujer que la infantiliza porque permite que la ley invada el territorio de un deseo que tradicionalmente ha estado bajo sospecha.

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Desvelar esas disfuncionalidades es la primera virtud del fenómeno que ha despertado el libro de Clara Serra. Ha modificado los términos de la discusión porque la ha problematizado. Es buena política.

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