No somos valientes, somos verdad
No nos regalen los oídos a quienes denunciamos los abusos sexuales sufridos. Si existen personas agredidas es porque existe un público que sabe y calla
Estos días han vuelto a los titulares y a la actualidad las denuncias de abusos sexuales, en esta ocasión todas ellas relativas al mundo del cine. En poco menos de una semana, hemos sido conocedores del testimonio de varias actrices que sufrieron la pesadilla de la violencia perversa en sus propios cuerpos por obra y desgracia de dos directores. A ellas, y al de Fernando Tejero, se suma ahora el testimonio y la voz de Cayetana Guillén Cuervo, una de...
Estos días han vuelto a los titulares y a la actualidad las denuncias de abusos sexuales, en esta ocasión todas ellas relativas al mundo del cine. En poco menos de una semana, hemos sido conocedores del testimonio de varias actrices que sufrieron la pesadilla de la violencia perversa en sus propios cuerpos por obra y desgracia de dos directores. A ellas, y al de Fernando Tejero, se suma ahora el testimonio y la voz de Cayetana Guillén Cuervo, una de nuestras grandes. A raíz del documental que acaba de estrenarse sobre Pandataria, la increíble obra con la que recorre nuestro país estos días, ha decidido hablar por primera vez de la violación que sufrió a los seis años y cuya existencia ha mantenido en silencio hasta la fecha.
Hoy se cumplen exactamente dos años desde que también yo viví ese mismo momento, el de la exposición. Las voces de estas actrices son recibidas con el mismo espanto que yo mismo vi en los ojos de quienes quisieron mirarme. Hay horror, hay pesar, incluso sorpresa. Y, desde la penumbra de la sala —que hoy es de cine— vuelve el eco del mismo público de entonces, compartiendo ahora idéntico titular: “Sois unos/as valientes”.
Después, el silencio. Fundido a negro. El público abandona la sala y sale a la calle, a su vida, a esa que es la de cada uno y nos aleja del otro, la que nos hace distintos, individuos, no grupo. Cada vez que un hombre confiesa haber sido violado en la infancia, cada vez que una mujer levanta la voz y señala en público al hombre que la agredió, reventándola por dentro para los restos, el público repite, convencido: “Qué valiente”. Y uno sabe que no es así, pero no lo corregimos porque sentimos que por lo menos alguien nos mira, que de repente no estamos solos y que ahí fuera no se nos juzga con asco o incredulidad por la mancha negra que creemos llevar impresa en la piel.
Valientes, dicen.
No es cierto. Simplemente decimos la verdad, y la decimos porque cada día que vivimos ocultándola son 24 horas de no estar ni existir del todo. Decimos lo que es y eso, señores y señoras del público, no nos hace valientes, nos hace verdad. ¿O quizá es que llamamos valiente a quien no miente porque somos una sociedad que asume la cobardía como su estado natural?
¿Somos eso? ¿Queremos ser eso?
Los supervivientes no somos valientes, somos supervivientes. Con eso nos basta. No nos regalen los oídos, ni se los regalen a ustedes para calmar sus conciencias. Si hay mujeres, niñas y niños violados, agredidos y abusados es porque existe un público que sabe y calla. El abuso se alimenta del silencio del grupo. Así es también en el acoso escolar. Está quien acosa y su víctima, pero el público silencioso —el grupo— es el que paga la entrada para ver y aplaudir el horror, la manada silente y cobarde que sabe pero que deja de saber cuando sale de la sala y vuelve a su vida.
Cuando un niño, una niña o una mujer —y en este caso se trata de actrices— revelan y describen con detalle los episodios de abuso sufridos en manos de un hombre, poco o nada tardan en dejarse oír las voces que aseguran haber estado al corriente de lo que ocurría. “Todo el mundo lo sabía”, “Era vox populi”, “En la profesión somos muchos los que conocemos casos” “Si yo te contara”… el público emerge de su silencio y se sube al carro de la víctima, sin saber que es precisamente ese púbico quien hace posible que las víctimas creamos que estamos solas, sumergidas en una angustia que ni siquiera sabemos verbalizar. Qué fácil, señores y señoras, llamarnos valientes. Qué elegante reconocer nuestra decisión, y qué torpe de su parte. Sépanlo: lo que nos hace valientes es su cobardía, la de haber sabido y no haber dicho, la de esperar a que seamos quienes vivimos en duelo perpetuo por un cuerpo quebrado quienes hablemos para, desde platea, asentir con expresión de solidaria condescendencia y darnos luego el pésame.
Sois unos/as valientes, nos dicen.
No es cierto. No es lo que somos, sino lo que sois. Si somos valientes es porque ustedes no lo son y eso nos retrata como una sociedad que premia el silencio de quienes “saben” y da un diploma de consolación a quienes, por mera supervivencia, gritamos la verdad para que este barco en el que flotamos todos no se hunda. Si decir la verdad es ser valiente, necesitamos una revisión urgente como grupo que dice pretender lo justo y el bien común.
Sépanlo: contar y denunciar no es de valientes, salvo que lo hagamos en una sociedad que se siente cómoda callando ante el sufrimiento ajeno.
Esa es la diferencia, señores y señoras del público.
No vuelvan pues a llamarnos “valientes”.
Llámennos “verdad”.