Tribuna

El absurdo en las penas por delitos sexuales

El Código Penal necesitaba retoques, pero la reforma y la contrarreforma a partir del ‘solo sí es sí' combina dureza con torpeza. No hacían falta más penas, y menos tan desordenadas como han quedado

Juicio contra un presunto violador en Madrid, en 2019.ULY MARTÍN

Si el beso más famoso desde Klimt constituyó una agresión sexual y si fue abusivamente impuesto por un superior, a Luis Rubiales le podría caer una pena de dos a ocho años de prisión (artículo 180.1.5 del Código Penal); más p...

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Si el beso más famoso desde Klimt constituyó una agresión sexual y si fue abusivamente impuesto por un superior, a Luis Rubiales le podría caer una pena de dos a ocho años de prisión (artículo 180.1.5 del Código Penal); más pena que si, enojado por el fallo del penalti, le hubiera cortado un dedo del pie a Jenni Hermoso (de tres a seis años, según el artículo 150). Si alguien impone a su esposa con violencia una relación sexual con penetración, será castigado con una pena de prisión de 12 a 15 años (artículo 180.1.4), casi lo mismo que si, debido a la negativa de esta a mantener relaciones sexuales, se inicia una pelea en la que el brutal marido termina intencionadamente con la vida de ella (artículo 138: homicidio doloso agravado por parentesco o por razones de género: de 12 años y 6 meses a 15 años). Si el sujeto se vale de su relación de superioridad para que su secretaria acceda a mantener relaciones sexuales con penetración, la pena podría seguir siendo de 15 años de prisión (de 7 a 15, en el artículo 180.1.5).

Valgan estos ejemplos para mostrar que, tras la reforma de la exministra de Igualdad, Irene Montero, y la contrarreforma del Código Penal de los grupos socialista y popular, los delitos sexuales han quedado tan duros como raros. La dureza responde, en primer lugar, a una razón política. El Parlamento decidió que fueran muchos los atentados sexuales que pueden alcanzar esos 15 años de prisión. En relación con la regulación anterior, las circunstancias agravantes para alcanzar esta pena pasaron de cinco a siete, y operan también con tal efecto sobre los casos en los que no concurre ni violencia ni intimidación.

La segunda causa de la elevación de las penas reside en cierta torpeza regulatoria, en las idas y venidas de la violencia y la intimidación. Como en la primera reforma se decidió que todos los atentados sexuales (los anteriores abusos y las anteriores agresiones) pasaran a formar un único tipo delictivo de agresión sexual, tal refundición supuso la asignación de marcos penales para la elección judicial amplios y elevados en su tope máximo. Por ejemplo, la pena de la violación es de 4 a 12 años. En la contrarreforma se optó razonablemente por que la violencia, la intimidación o el hecho de que la víctima tenga anulada su voluntad merecieran siempre mayor pena (en la violación, 6 a 12 años). Pero en lugar de regresar a esa sensata distinción entre lo menos grave (por ejemplo, cuatro a seis años) y lo más grave, se dejó la pena amplia original (4 a 12 años) para lo menos grave.

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Está después el absurdo tratamiento del prevalimiento, un supuesto menos incisivo de intrusión en la libertad sexual porque la misma no se anega con la violencia o con una amenaza compulsiva, sino que se condiciona gravemente. Como uno de los supuestos definitorios de la agresión sexual es el consistente en el “abuso de una situación de superioridad de la víctima” (artículo 178.2) y como a su vez este prevalimiento constituye una circunstancia muy agravante, la primera reforma establecía cabalmente un “ojo, señora o señor juez: si la agravante ha sido tomada en consideración para determinar que había una agresión sexual, no la vuelva a tomar en cuenta para agravar”. Esta sabia cautela se sustituye tras la última reforma por un absurdo “castíguese del modo más grave posible” (artículo 180.1, último párrafo). Consecuencia: está más penada una violación por prevalimiento (7 a 15 años) que una violación con violencia (6 a 12 años).

Pensará el lector que qué hay de malo en castigar severamente la maldad y si es tan grave este desbarajuste en la severidad. Cuál es la pena justa. Llevamos siglos pensando en esto. Valga decir que la pena innecesaria en su excesiva dureza sonroja en las sociedades democráticas, por lo que tiene, en palabras de nuestro Tribunal Constitucional, de “derroche inútil de coacción” (sentencia 55/1996). Y valga decir que la asimetría entre la gravedad de los delitos y la entidad de los castigos no solo tiene un efecto desorientador, sino que puede suponer un aliento a la conducta más grave: ¿por qué habrá de optar el perverso amoral por prevalerse de su situación para imponer una relación sexual si le resulta más barato, con un menor riesgo penal, hacerlo violentamente?

El Código Penal anterior a estas dos reformas exigía algunos retoques sustantivos (sobre todo, la ampliación del concepto de agresión a los casos de víctima con la voluntad anulada) y terminológicos (sustituir el término “abuso” y ampliar el de “violación”). Pero, como ha subrayado cierto sector del feminismo, no necesitaba más penas, y menos tan desordenadas. Han faltado templanza y racionalidad. Mala estrategia para proteger la libertad sexual de las mujeres. “¡No es esto!, ¡no es esto!”, que diría Ortega. O en frase más castiza, hemos hecho un pan como unas tortas.

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