La fuga de la democracia deliberativa

La regulación democrática de los algoritmos es la primera necesidad de reforma institucional de nuestro tiempo

Dos personas se graban con sus teléfonos móviles durante una discusión, en una marcha del Orgullo en Los Ángeles (EE UU), en junio de 2023.David McNew (Getty Images)

Nunca la democracia deliberativa había estado tan mal como desde que se empezó a nombrar. Esto no habla, de ningún modo, mal del modelo: la democracia deliberativa apareció en los ochenta como un grito de protesta, que sigue vigente.

Ese movimiento, que creció en el mundo teórico en la década de los noventa de la mano de algunos de los mejores pensadores de nuestro tiempo, como Mansbridge y Cohen, no pudo prever la irrupción en este siglo de la más grande transformación deliberativa de los últimos tiempos: ...

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Nunca la democracia deliberativa había estado tan mal como desde que se empezó a nombrar. Esto no habla, de ningún modo, mal del modelo: la democracia deliberativa apareció en los ochenta como un grito de protesta, que sigue vigente.

Ese movimiento, que creció en el mundo teórico en la década de los noventa de la mano de algunos de los mejores pensadores de nuestro tiempo, como Mansbridge y Cohen, no pudo prever la irrupción en este siglo de la más grande transformación deliberativa de los últimos tiempos: la aparición de las redes sociales y su consolidación como el núcleo esencial de la arena del debate público.

No es casualidad que el gran filósofo de la comunicación y de la deliberación democrática haya tenido, a sus 94 años, que escribir un nuevo libro, titulado “Una nueva transformación estructural de la esfera pública”, seis décadas después de su “Historia y crítica de la opinión pública”. Ahora, Habermas nos advierte acerca de una actual sacudida de la esfera pública espoleada por el poder que tienen las redes sociales para ejercer una influencia incontrolada sobre nuestro pensamiento y nuestra deliberación democrática.

Volvamos atrás. En sus consideraciones sobre el gobierno representativo, John Stuart Mill se expresaba acerca del parlamento diciendo que era la arena de la opinión pública. La deliberación pública, tiempo atrás concentrada en unos pocos actores –los medios, los parlamentos y las élites–, hoy se ha fugado a otros espacios; más se delibera en las redes que en las instituciones propiamente políticas. También la deliberación se le fugó en parte a los medios de comunicación, que tuvieron el predominio del espacio deliberativo durante el siglo XX. Esto tampoco se resolverá con la creación de nuevos e interesantes diseños institucionales que encapsulan la deliberación, como las asambleas ciudadanas aleatorias, aunque hoy sean la principal promesa de la innovación democrática.

Las cosas, dicho de manera sencilla, no volverán a ser como eran antes. Y, aunque a veces veamos a ese mundo pasado con nostalgia –las mentes “grandes”, los escritos sofisticados, la opinión “iluminada”–, no olvidamos que el precio de todo eso era la exclusión. Al tiempo que perdemos democracia con las redes, la hemos ganado de otros modos: el precio que pagamos por tener que soportar un debate público precario quizás sea la posibilidad de conseguir nuevos liderazgos, poder disputar las voces antes hegemónicas, controlarlas, introducir nuevos temas y argumentaciones y contrarrestar las dominantes.

Los parlamentos intentaron mejorar con las cuotas, con las reglas electorales, pero todo esto, desde luego, tiene límites. Con doscientas personas, o incluso con mil, no se puede incluir, ni tampoco probablemente representar, a toda la diversidad del mundo político. Las redes, en cambio, han permitido una apertura social y una diversificación del debate que solo un parlamento habría podido alcanzar si, como el congreso imaginario de Borges, incluyera a todo el mundo.

Por esto, atajar la deliberación política ya no será posible ni deseable. Es imprescindible cambiar de enfoque: en vez de intentar traer la deliberación a la democracia, hay que llevar la democracia a la deliberación. Y hoy la deliberación está en las redes.

Nunca las reglas de deliberación habían estado tan fuera del control de los pueblos como ahora. Hay algo de ingenuidad por nuestra parte: no nos enfrentamos de ningún modo a un vacío regulatorio: las redes sociales ya están reguladas: alguien decide, solo que no somos nosotros. Las redes no son neutras, ni “libres”. Sus reglas son escogidas por individuos, sin ni siquiera criterios de gobierno corporativo, ni de ética social asentada, ni transparencia.

Mientras tanto, el resto del mundo, ingenuamente, sigue pensando que el destino político de los países depende de sus aspectos constitucionales tradicionales. Nada de esto.

El punto es que, si las redes sociales afectan de tal manera la deliberación y nuestras propias democracias, deben ser objeto del diseño institucional y no pueden seguir dominadas por la ley salvaje que representa la ausencia de regulación democrática.

Es Elon Musk o nosotros.

Los algoritmos que gobiernan las redes sociales deben ser discutidos por las sociedades políticas y democráticamente elegidos por ellas mismas.

¿Cómo? Como hacemos todo en democracia, a través de leyes. Cada país democrático debería poder tener una discusión franca y abierta acerca de cómo deberían estar regulados los algoritmos que nos muestran una información primero, unos mensajes primero, unas posibilidades de reacción primero.

Dos argumentos en contra: las libertades clásicas, de expresión y de empresa.

¿Libertad de expresión? La libertad de expresión tiene también una dimensión social: esta consiste en la libertad de los pueblos y de las comunidades políticas para poder expresarse públicamente en un ambiente deliberativo que sea el producto de su propia ordenación y no de una dominación externa. La libertad de expresión, así entendida, no es solamente mi libertad para poder expresar mi opinión; es también nuestra libertad para contar con los presupuestos institucionales para debatir los asuntos públicos. Una ganancia exagerada de la primera no debería obtenerse a costa de una derrota de la segunda.

El otro argumento nos dice que las redes son bienes globales que no pueden ser restringidos por disposiciones nacionales. ¿Pero acaso las compañías multinacionales de telecomunicaciones o de servicios no tienen que cumplir un paquete de medidas para ingresar a un mercado? ¿Por qué a Twitter o a X o a como se llame, no se le podría pedir lo mismo? Las empresas que proveen estos servicios, como cualquier otra empresa en cualquier otro mercado, deberían poder cumplir estas regulaciones.

La regulación democrática de los algoritmos es la primera necesidad de reforma institucional de nuestro tiempo. Es más apremiante que cualquier otra reforma política o electoral de escala nacional. Se podrán cambiar todas las reglas electorales, se podrán introducir aspectos en el diseño parlamentario, se podrán introducir modificaciones innovativas a nivel institucional, pero mientras las redes sociales sean gobernadas desde California tendremos esta deliberación pública precaria y antidemocrática. Es como si permitiéramos a Zuckerberg regular la forma en que votamos, o nuestros parlamentos.

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