El ocaso de la ética del trabajo

El cuestionamiento de los consensos, la crisis de la autoridad y la negación de la evidencia científica podrían tener una de sus causas en la promoción del rentismo y el consumo como modelos

Partido de polo en el Santa María Polo Club, en Sotogrande (Cádiz).age fotostock

“Este tipo de inversión que produce rentas es muy común en familias que no quieren trabajar”. Uno de los personajes de El Conde se refiere así al patrimonio inmobiliario acumulado por la familia Pinochet. La película de Pablo Larraín convierte al dictador chileno en un vampiro, un mito ya utilizado por Karl Marx. No es raro que la figura del no mu...

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“Este tipo de inversión que produce rentas es muy común en familias que no quieren trabajar”. Uno de los personajes de El Conde se refiere así al patrimonio inmobiliario acumulado por la familia Pinochet. La película de Pablo Larraín convierte al dictador chileno en un vampiro, un mito ya utilizado por Karl Marx. No es raro que la figura del no muerto que se alimenta de la sangre de los vivos resucitara en la Inglaterra victoriana, el mundo tanto del rentismo como de la industrialización salvaje. El aspecto de los trabajadores después de una jornada de 16 horas tenía que parecerse bastante al de una víctima de Drácula.

Ambos fenómenos se beneficiaron de las Actas de Cercamiento, una reforma agraria en contra de los pequeños propietarios que creó una clase social de grandes terratenientes. Millones de personas pasaron de ser pequeños propietarios a jornaleros, produciendo rentas para los ociosos que pululan por el cine de tacitas. La progresiva mecanización comenzó a hacer innecesaria tanta mano de obra y esos campesinos emigraron a las ciudades para convertirse en la fuerza de trabajo de la naciente industrialización. El choque fue brutal. Se trataba de pasar de una economía de subsistencia otra de excedentes, donde las personas tenían que hacer un trabajo extenuante y repetitivo en soledad y del que tampoco veían el resultado definitivo. Hacía falta un relato que diera sentido a esa actividad, que sustituyera la fertilidad por la producción, a Dios por la economía.

La base ideológica es que el trabajo duro tiene un beneficio moral: fortalece el carácter de la persona y es necesario para su autorrealización. La identidad se vincula a la actividad laboral: una persona es lo que hace. Quedar fuera del mercado de trabajo es el principio de la exclusión social y lo mejor que una persona puede legar a su descendencia es la formación necesaria para aspirar a un trabajo de más consideración social.

A pesar de nacer para la fuerza industrial, el relato ideológico de la ética del trabajo se extendió y fue usado por los industriales urbanos contra los rentistas rurales. Los primeros promovieron fuertes impuestos tanto a la propiedad como a su transmisión: las herencias. El capital tenía que estar circulando activamente y vinculado a los elementos que conformaban la riqueza nacional: la producción y el comercio. El despreocupado rentista tenía que convertirse en un atareado hombre de negocios. Su disipada vida, origen del turismo, fue sustituida por la austeridad de esos directivos que tenían siempre encendida la luz de su despacho.

La ética del trabajo hereda del relato religioso la vieja idea de postergar la gratificación y fue asumido de forma transversal. En los años cincuenta, ser un vago era un delito en Madrid, Moscú o Chicago. Todos los modelos políticos necesitaban altos niveles de producción. Ya no es así.

Las diversas crisis del siglo XX revelaron los problemas de centrarse en la producción y la desregulación de los ochenta permitió un modelo basado en la propia reproducción del capital, lo que conocemos como especulación. El modelo del directivo austero fue sustituido por otro arriesgado y cínico. El trabajo comenzó a depreciarse. Realizar bien el propio desempeño no aseguraba una carrera laboral ni siquiera conservar el puesto.

La crisis de 2008 mostró los límites de ese directivo arriesgado y dejó pasó a otro más calmado y disfrutón, más parecido al rentista del XIX. Su capacidad de consumo hace que sea un personaje disputado por todas las administraciones, que reducen los impuestos sobre la propiedad o la herencia mientras se mantienen los del trabajo y aparecen otras tasas vinculadas a la privatización de los servicios públicos. Las ciudades ya no producen, sino que se producen a sí mismas y el sector inmobiliario es absurdamente rentable. Es mejor dejar a los hijos un piso que pagarles un curso en Oxford porque el trabajo ya no garantiza un salario suficiente. Es más gravoso contribuir a la riqueza nacional a través de la industria o el comercio que tener cien pisos y poner el cazo todos los meses, como el Conde Pinochet.

Hay que pensar qué significa socialmente la promoción del rentismo como modelo. Quizá, aspectos como el cuestionamiento de los consensos, la crisis de la autoridad o la negación de la evidencia científica pueden encontrar una de sus causas en ese cambio de modelo de la ética del trabajo a la estética del consumo. La producción, además de estabilidad social, necesita del saber ajeno y una transmisión fiable del conocimiento. En cambio, el consumo requiere elasticidad y movilidad.

Vive de ingresos pasivos, dice el anuncio del metro. Según el CIS, la mitad de la población cree que, para triunfar, es mejor venir de buena familia que esforzarse. Sólo el 30% cree que la posición económica se define por la valía personal. En 1970, la herencia era el 35% del patrimonio y ahora llega al 60%. Es lógico pensar que se debe al salto económico del país, pero también es interesante darse cuenta de que somos una sociedad que genera menos y hereda más. Tenemos cada vez más pasado.

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