El móvil, la vida

Álvaro Prieto murió abrasado por la impaciencia de salir él solo del apuro. Así le recordarán los suyos

Estudiantes del campus universitario de Rabanales, en Córdoba, donde Álvaro Prieto estudiaba una ingeniería, guardaron el martes un minuto de silencio en su memoria.rafa alcaide (EFE)

Álvaro Prieto —18 años, modélico chico, hijo modelo— salió una tarde de su casa en Córdoba a pasar una noche de fiesta en Sevilla con idea de volver en el primer tren de la mañana, pero se le quedó el móvil sin batería y acabó muerto, electrocutado entre dos vagones de un convoy averiado, tras colarse en las tripas de la estación de Santa Justa. La frase es larga a conciencia para dejar sin resuello a qui...

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Álvaro Prieto —18 años, modélico chico, hijo modelo— salió una tarde de su casa en Córdoba a pasar una noche de fiesta en Sevilla con idea de volver en el primer tren de la mañana, pero se le quedó el móvil sin batería y acabó muerto, electrocutado entre dos vagones de un convoy averiado, tras colarse en las tripas de la estación de Santa Justa. La frase es larga a conciencia para dejar sin resuello a quien la lea. Porque la tragedia que ha conmocionado a España esta semana es así. Todo lo frenética, increíble, absurda e imprevisible que puede ser la muerte de un adolescente de los de aquí y de ahora para quienes el móvil es la vida. Al morírsele el teléfono, Álvaro se quedó él mismo en suspenso. Gripado. Sin billete. Sin dinero. Sin tarjeta. Sin contactos. Sin recursos. Completamente desnudo perfectamente vestido con su pantalón de loneta crema, sus deportivas último grito y su camisa de lino verde agua de niño bien de toda la vida.

No estaba solo. Lo rodeaban cientos de personas. Pudo pedir ayuda. Se la brindaron, de hecho, ofreciéndole un cargador, y la rechazó, en la primera de la serie de ilógicas decisiones que acabaron con su vida. Ese es el error. Aplicar la lógica adulta a un chaval quizá regido por la ley del yo puedo, yo controlo, yo soy mayor, yo me basto, yo tengo 18 años. Esa cantinela que escuchan a la vez orgullosos y horrorizados tantos padres a los que se les abren las carnes al ver salir a sus hijos por la puerta y no se les cierran hasta que vuelven a entrar por ella. Seguro que a los de Álvaro les dolía la boca de decirle que llevara efectivo, una tarjeta, una batería extra, algo, por si acaso. Nada que hacer frente a quien se cree inmortal y no ve más peligro que ser pillado en falta o haciendo el ridículo. Así murió el joven Prieto. Abrasado por la impaciencia de salir él solito del apuro. Para que no le echaran la bronca. Para que le dejaran volver a salir de fiesta. Para probarse a sí mismo. Así le recordarán los suyos. Eternamente joven, guapo y buen niño, como en el último selfi con su amigo en la discoteca y el último wasap a casa diciéndoles “tranquilos; estoy en camino”. Descanse en paz. Sus padres ya no podrán hacerlo.

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