Los alemanes que se dan pena

El cordón sanitario en torno a la ultraderecha se deshilacha. Las dificultades económicas y los problemas de gestión sirven de excusa para hacer crecer el sentimiento de agravio en el electorado

Militantes de AfD, en una elección de su formación en Magdeburgo.ANNEGRET HILSE (REUTERS)

Uno de cada cinco alemanes votaría a la extrema derecha si hubiese elecciones hoy. Aunque ocurre lo mismo en 15 de los 27 países de la UE, incluidos los más poblados salvo España, por la historia y por las dolencias económicas de Alemania, merece la pena abrir bien los ojos. Uno encontrará escuelas donde se habla poco alemán, trenes que no llegan y salarios que ya no dan para irse a Mallorca como un rey, pero también mucha autocompasión.

Alternativa por Alemania (AfD) es ahora la segunda fuerza política en todos los Estados de la antigua Alemania comunista y los partidos tradicionales s...

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Uno de cada cinco alemanes votaría a la extrema derecha si hubiese elecciones hoy. Aunque ocurre lo mismo en 15 de los 27 países de la UE, incluidos los más poblados salvo España, por la historia y por las dolencias económicas de Alemania, merece la pena abrir bien los ojos. Uno encontrará escuelas donde se habla poco alemán, trenes que no llegan y salarios que ya no dan para irse a Mallorca como un rey, pero también mucha autocompasión.

Alternativa por Alemania (AfD) es ahora la segunda fuerza política en todos los Estados de la antigua Alemania comunista y los partidos tradicionales se tiran de los pelos. El cordón sanitario, en pie desde hace una década, se deshilacha. En Turingia se acaba de aprobar una rebaja fiscal con los votos de los conservadores, los liberales y AfD, lo que ha desatado el debate sobre si el cordón es ya seda dental: ideal, pero insuficiente. Las cosas no pintan bien para las elecciones europeas del año que viene. En el parlamento de Berlín, AfD ocupa 78 de los 736 escaños. ¿Es culebra o es víbora?

Alemania será la única economía del G-7 que no crezca este año y hay una bolsa de población lista para levantar el índice acusador. Sus pancartas dejan claro lo que odian (la transición ecológica, la inmigración, las políticas de género, los kebabs), pero estos partidos crecen con el miedo y, como los jacintos o las buganvillas, se apagan cuando no les da la luz. Si uno destila sus mensajes, queda a menudo un poso de pena por uno mismo, un sufrimiento injusto e ignorado por los demás, que es la definición de autocompasión.

En la AfD hay muchos alemanes que se creen relegados, empobrecidos, apretados al fondo ante oleadas de inmigrantes, primero los afganos, luego los sirios y ahora los ucranianos. Sin embargo, esta Selbstmitleid tiene componentes que no quedan del todo claros en una traducción al español y explican en parte la discordia política.

Su economía parece especialmente vulnerable a la guerra prolongada en Ucrania, la inflación y los desaires con China, pero Alemania tiene una proverbial capacidad para sorprender a los analistas. Cuando se pensaba que no se expandiría más al este, reclamó un trozo más de Polonia. Cuando se contaba con que, bajo una economía amputada, penitenciase durante décadas, se produjo el Wunder alemán. Cuando se barruntaba que la reunificación lastraría su motor económico, se colocó a la cabeza del euro. Cuando se le descosían las costuras del desempleo, plaf, otro milagro, el Jobwunder de los años 2010. Cuando no aparecía en ninguna quiniela, ganó su cuarto Mundial de fútbol en Brasil.

Lo conveniente sería dejar de quejarse. La Selbstmitleid remolca connotaciones negativas. Se busca convencer a los demás para superar el aislamiento, como tirando de la ropa del otro en la tormenta para no irme sola al fondo. Supone la sensación de no recibir lo que me merezco, de envidiar al que es capaz de vivir más alegremente.

Más del 60% de los votantes de la AfD son hombres, en algunos Estados esta cifra incluso duplica a la de mujeres: son sobre todo ellos los que echan de menos la sociedad patriarcal.

Cuatro quintos de la población europea viven actualmente bajo gobiernos influenciados o controlados por partidos de extrema derecha y hay quien defiende que es necesario dejarles gobernar para bajar la fiebre social ante la realidad de la gestión, que una dosis de datos los modera o los fragmenta. Ahora bien: en Alemania, los experimentos políticos se deben hacer siempre con gaseosa.

Un sentimiento que podría tener su utilidad como llamada a la acción es denostado como embotamiento en una sociedad que se jacta de trabajar, de remangarse. Existe un movimiento en el campo de la psicología que argumenta que las emociones denostadas se expresan con metáforas negativas (la incapacidad de pasar página, el anclarse) para avergonzar a un grupo de personas por tener sentimientos indeseados, poco prácticos para la sociedad.

Hannah Arendt, una de las mentes políticas más valoradas del pensamiento alemán y que destripó como nadie el fascismo, argumenta que una de las señales del mal radical es no disponer de la imaginación mínima necesaria para empatizar, incluso con uno mismo.

Digamos entonces que esa llamada de atención a los demás para que se pongan en mi piel tiene su utilidad como hotel, pero no como residencia; lamerse las heridas hasta envenenarse con el pus, hasta vomitar luego ese pus por las tuberías con la esperanza de que se envenenen los demás.

Quizá ha llegado el momento de debatir. El aislamiento, el desprecio y el insulto de la última década no han funcionado. La parálisis que los grandes partidos se inyectan entre ellos tampoco ayuda. Pero el debate no funcionará si estos alemanes no generan menos Selbstmitleid y más Selbstmitgefühl. Menos autocompasión y más empatía.

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