Soberanía mal entendida

La arbitrariedad de Marruecos respecto a la ayuda internacional perjudica a los damnificados por el terremoto

El rey Mohamed VI de Marruecos visita a un herido por el seísmo en el Centro Hospitalario de Marraquech, el pasado martes.MAP (MAP/EFE)

Una semana después del terremoto que ha asolado una amplia región de Marruecos, sigue abierto el balance de muertes —que ya alcanza la cantidad de 3.000 fallecidos—, así como el de destrucción: el seísmo ha reducido a ruinas numerosos pueblos y aldeas del Atlas y dañado o derribado una veintena de edificios del patrimonio histórico, incluidos algunos en la ciudad de Marraquech. Hay que destacar la ola de solidaridad qu...

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Una semana después del terremoto que ha asolado una amplia región de Marruecos, sigue abierto el balance de muertes —que ya alcanza la cantidad de 3.000 fallecidos—, así como el de destrucción: el seísmo ha reducido a ruinas numerosos pueblos y aldeas del Atlas y dañado o derribado una veintena de edificios del patrimonio histórico, incluidos algunos en la ciudad de Marraquech. Hay que destacar la ola de solidaridad que han suscitado los damnificados, especialmente en el mismo Marruecos, pero también en Francia y en España, los países europeos más próximos, donde hay más población de origen marroquí y de donde sale buena parte del turismo que visita masiva y regularmente el país vecino.

Pero la desgracia que suele unir a las gentes más diversas no actúa siempre de la misma forma cuando se trata de sus élites. Lo demuestra el contraste entre la rápida y generosa reacción de los ciudadanos de a pie y la celosa gestión de la recepción de ayuda por parte del Gobierno marroquí. En su caso, sobre la urgencia y la gravedad de la tragedia ha primado la idea de un Estado fuerte que se hace cargo íntegramente del destino de su población y administra las ofertas de auxilio según sus conveniencias políticas, sin interferencia exterior alguna. Pese a que Argelia abrió al instante su espacio aéreo para facilitar la llegada de socorro exterior, son claros los criterios por los que Rabat ha desdeñado la ayuda argelina. La frontera entre ambos países se mantiene cerrada después de que rompieran relaciones diplomáticas hace dos años al agudizarse sus discrepancias en torno al Sáhara Occidental. Son, sin embargo, indescifrables los que le han llevado a aceptar, junto con la de España, la ayuda de los lejanos Qatar y Emiratos Árabes Unidos o, de nuevo en Europa, la del Reino Unido —nada sensible ante la actitud marroquí en el contencioso saharaui—, pero no la de Francia, la antigua potencia colonial.

Como sucedió hace más de 60 años en el terremoto que arrasó Agadir, también ahora la debilidad de las construcciones en adobe y un epicentro muy próximo a la superficie han agravado la destrucción e incrementado el balance de muertos y heridos. Además, el rescate ha sufrido las mayores dificultades debido a las deficientes comunicaciones en una zona tan montañosa, pobre y olvidada en las inversiones públicas. Y, como en Alhucemas en 2004, la tardanza en los auxilios y la lenta reacción de los poderes públicos han alimentado el descontento entre los afectados.

A pesar de los esfuerzos modernizadores y de la reforma constitucional de 2011, la verticalidad del poder monárquico en Marruecos, impregnado de representación teocrática, impone a los ciudadanos la resignación a la fatalidad ante cualquier catástrofe y la sumisión a los designios de un rey acostumbrado, como la mayoría de sus pares del mundo árabe, a vivir alejado de sus súbditos en residencias de zonas turísticas o en capitales occidentales. La opaca y lenta gestión del Gobierno y de la Casa Real, la parsimonia de sus comunicados y apariciones, el silencio del titular de la corona y el desdén ante las ofertas de ayuda de países próximos contribuyen a incrementar la distancia entre monarquía y ciudadanía. La soberanía se presenta en este caso como un valor que prima sobre la solidaridad y los valores humanitarios. Si alguna lección se desprende de la calamidad que se ha abatido sobre Marruecos, es que la calidad de sus gentes supera con creces a la de su clase dirigente.


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