La amnistía en nuestro ordenamiento jurídico
No es cierto que los poderes del Estado pueden considerar permitido todo lo que no está prohibido
Existen importantes diferencias entre un indulto y una amnistía. El indulto, que presupone una sentencia firme condenatoria, constituye una declaración de clemencia por la que se concede a un penado una remisión total o parcial de la pena impuesta o en ejecución, o su sustitución por otra. Encuentra cobertura constitucional en el reconocimiento del derecho de gracia del art. 62.i de nuestra Constitución, y está regulado por la ley de Ejercicio de la gracia de indulto de 18 de junio de 1870 y sus posteriores reformas. La amnistía, por el contrario, ...
Existen importantes diferencias entre un indulto y una amnistía. El indulto, que presupone una sentencia firme condenatoria, constituye una declaración de clemencia por la que se concede a un penado una remisión total o parcial de la pena impuesta o en ejecución, o su sustitución por otra. Encuentra cobertura constitucional en el reconocimiento del derecho de gracia del art. 62.i de nuestra Constitución, y está regulado por la ley de Ejercicio de la gracia de indulto de 18 de junio de 1870 y sus posteriores reformas. La amnistía, por el contrario, supone una declaración general por la que el titular de la soberanía modifica su decisión de considerar delictivas ciertas conductas en la medida que hayan sido realizadas por determinados sujetos o en determinadas circunstancias temporales o espaciales.
El indulto, en manos del poder Ejecutivo, suele justificarse en que la aplicación de la pena legalmente impuesta da lugar en ocasiones a resultados punitivos desproporcionados, dadas las circunstancias concretas del caso. También se puede atender a que los efectos disuasorios o resocializadores a conseguir con la pena ya no son necesarios, no compensan, o se consiguen mejor prescindiendo de la pena. La amnistía, en manos del poder legislativo, suele producirse tras señalados acontecimientos políticos, como cambios o modificaciones sustanciales del régimen político, que quieren hacer borrón y cuenta nueva con comportamientos precedentes, o que se disponen a cuestionar las valoraciones previamente existentes sobre las conductas delictivas y su punición. O para resolver conflictos sociales especialmente enconados, que hacen necesario prescindir del juicio de responsabilidad por ciertas conductas realizadas en ese contexto. También se vinculan a acontecimientos sobre los que los dirigentes políticos quieren fomentar una percepción social positiva, y para eso están dispuestos a desconsiderar los daños sociales causados por ciertas conductas y la correspondiente reacción a ellas; es el caso de victorias militares, bodas reales, efemérides nacionales… y conlleva un cierto tufo autoritario pues el poder público prima sus intereses políticos coyunturales sobre las necesidades de mantenimiento del orden social.
El indulto conlleva la supresión total o parcial de todas o algunas de las penas principales impuestas o en ejecución, o su conmutación por otras, además de la supresión de todas o casi todas las penas accesorias. Caben también indultos solo restringidos a las penas principales o a las penas accesorias. Pero el indulto no elimina la condena judicial, no cancela los antecedentes penales, no obliga a devolver la pena de multa ya abonada, ni elimina la responsabilidad civil derivada del delito.
La amnistía, a diferencia del indulto, elimina todos los efectos jurídicos derivados del comportamiento amnistiado: cesan las actividades de persecución policial o judicial de esas conductas, se sobreseen libremente los procedimientos penales en curso, se interrumpe el cumplimiento de la pena que se haya podido imponer y se cancelan los antecedentes penales, aunque es dudoso que elimine la responsabilidad civil derivada del delito.
Establecida su diferente naturaleza y efectos, cabe preguntarse si la amnistía cabe en nuestro ordenamiento jurídico. La Constitución, en su art. 62.i, atribuye al Rey el ejercicio del derecho de gracia de acuerdo con las previsiones legales, pero prohíbe autorizar indultos generales, sin que haya mención expresa alguna a la amnistía. Se sostiene por algunos que, dado que la Constitución admite el derecho de gracia y no dice nada sobre la amnistía, esta podría introducirse a través de la correspondiente ley orgánica, sin que la Constitución constituyera un obstáculo para ello. Discrepo de ese punto de vista.
La ausencia de previsión de la amnistía en nuestra Constitución marca un claro contraste con nuestra anterior Constitución democrática, la de 1931, que también prohibía los indultos generales, pero admitía expresamente la amnistía acordada por el Parlamento. Sabemos, además, que una enmienda presentada en nuestras Cortes Constituyentes por el grupo mixto, que pretendía introducirla, fue rechazada. Por otra parte, el Código Penal de 1995 no contempla la amnistía entre las causas de extinción de la responsabilidad criminal, a diferencia de su expresa mención en el Código reformado de 1870 y en las sucesivas versiones de él que estuvieron vigentes hasta 1995. La presencia de una alusión a la amnistía en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, mención que se ha mantenido intacta desde la primera versión de esta norma en 1882, no tiene mayor trascendencia: se limita a enumerar los asuntos que podrán ser objeto de previo pronunciamiento en el proceso, pero su consideración queda condicionada, como es propio de toda ley procesal, a que tales asuntos tengan un reconocimiento jurídico en otro lugar, lo que no es aquí el caso.
Comparto, por lo demás, la opinión expresada por Aragón, de que, a diferencia de lo que rige para los ciudadanos, no es cierto que los poderes del Estado pueden considerar permitido todo lo que no está prohibido. Pues su poder se ejerce con estricta sujeción a lo que les permite el ordenamiento jurídico. Aún añadiría yo que esta necesidad de autorización o permiso resulta reforzada cuando el legislador pretende, como sucede en la amnistía, transformar excepcionalmente en lícitos comportamientos concretos de ciertas personas que son considerados por el ordenamiento jurídico de manera general como ilícitos.
Es cierto, por lo demás, que indulto y amnistía, como hemos mostrado, obedecen a motivos distintos y tienen efectos diversos, pero ambos se mueven en una misma dirección, la de crear un régimen excepcional de impunidad para ciertas personas, de modo que, bien se les exime de responsabilidad penal en la amnistía, bien se les condona total o parcialmente la pena en el indulto. Si la Constitución ha prohibido los indultos generales, es decir, que los poderes públicos exceptúen del cumplimiento de la pena a colectivos amplios e indiscriminados, con mayor motivo prohíbe, y no hace falta que lo diga expresamente, la amnistía, esto es, que esos mismos colectivos queden exentos de responsabilidad penal por las conductas delictivas realizadas.
Cabría, con todo, alegar que la Constitución pretende impedir cualquier ejercicio del derecho de gracia indiscriminado, general, es decir, no ajustado a las condiciones particulares de cada caso. Pero que esa prohibición no se extiende a indultos particulares, ni se extendería a amnistías particulares, esto es, referidas a personas concretas en circunstancias muy concretas. Esta interpretación tropieza con el argumento, ya aludido, de que la creación por los poderes públicos de espacios de impunidad para ciertas personas, en contra de las disposiciones que rigen para todos, precisa de una autorización expresa, que no existe ni en la Constitución ni en las leyes penales.
Alguien podría objetar que esta última afirmación supone privar al legislador, representante de la soberanía popular, de su potestad de crear y derogar leyes. Nada debería impedir que el legislador, dentro de la Constitución y en el ejercicio de sus competencias legislativas, decida derogar determinados delitos presentes en el Código Penal, y originar con ello efectos de retroactividad favorable en aquellas personas que realizaron esas conductas cuando eran delito. Lo que es cierto. El legislador puede despenalizar conductas, incluso con el declarado propósito de dejar de perseguir por ellas a los que las han cometido en el pasado. Sobre esto ya hemos tenido una triste experiencia reciente. Pero la amnistía es otra cosa. En ella el legislador no cambia su valoración sobre una determinada conducta, pasando a no considerar delito lo que antes consideraba así. Lo que hace es mantener el carácter delictivo de esas conductas, pero eximir a un colectivo de ciudadanos, los amnistiados, de la observancia de esa norma. Y esto, como ya se ha señalado reiteradamente, constituye una infracción palmaria del principio constitucional de igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Naturalmente, hay numerosos argumentos de naturaleza política que hablan igualmente en contra de la aceptación de la amnistía en nuestro ordenamiento jurídico. Pero no pretendo ocuparme de ellos en estas breve líneas. Otras personas los han formulado ya de manera muy convincente.