El trofeo de Rubiales

El gesto del presidente de la federación, lejos de ser incontrolado, fue impositivo y degradante, como lo son todos los gestos que invaden la intimidad del otro, propios de quien solo quiere pillar cacho. Pero no de la boca, sino de la gloria

EVA VÁZQUEZ

El discurso del señor Rubiales en la asamblea de la Federación Española de Fútbol nos ha dejado a muchos boquiabiertos, pero conviene no infravalorarlo y no incurrir en el pitorreo banal que inspira. Su discurso ha sido el discurso presidencial de un hombre en la picota que defiende su h...

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El discurso del señor Rubiales en la asamblea de la Federación Española de Fútbol nos ha dejado a muchos boquiabiertos, pero conviene no infravalorarlo y no incurrir en el pitorreo banal que inspira. Su discurso ha sido el discurso presidencial de un hombre en la picota que defiende su honor y su buena gestión por encima de todo un país que pide su dimisión a gritos, y es, sin duda, un ejercicio de resistencia del que conviene tomar nota y aprender. Y lo primero que una aprende es a valorar en toda su amplitud la agresividad que desprende. Sus gritos, de una violencia en sí misma intolerable en un discurso público (no digamos ya en privado, en la cocina de su casa, que una puede imaginárselo: “¡¡¡No voy a dimitir!!!”), son el grito de guerra de un hombre poco menos que dispuesto a liarse a puñetazos con quien se le oponga. Después de un acelerón de última hora, en el que el señor Rubiales contemplaba su dimisión, lo ha consultado con la almohada y en una inspiración divina ha entendido la jugada. En la peor de las emboscadas, como buen futbolista y mejor estratega, ha visto el hueco genial por donde escaparse y marcar el gol de su vida, o mejor dicho, rematarlo. Con el presidente del Gobierno en funciones todavía y una jugada complicada a nivel político en nuestro país, Rubiales ha visto su oportunidad de oro y nos ha lanzado un recado de gran altura.

Lo ha hecho con ímpetu e iluminación, que es como se logran los goles más extraños. Al final de su discurso, después de una crítica sin parangón al “falso feminismo”, Rubiales ha sentenciado: “Amo a mi país. Me duele mi país”. ¿Está postulándose para su próximo empleo? Tal vez en algún partido que defienda a todos los hombres maltratados de este país le hagan un hueco. Como muy bien dice Rubiales, hay mucha gente amordazada por un feminismo que no tolera besos en los labios. Lo gracioso es que, en la situación y la posición en la que Rubiales se encontraba, ni siquiera consentido ese beso tendría lugar, y él era el custodio, como presidente de la federación, de que una situación así no se produjera. Ni pedir el beso ni darlo. ¿Que no fue para tanto? Fue para más, señor Rubiales, y negarlo, por increíble que le parezca, es asombroso. Ha pedido usted perdón “sin paliativos”, pero a continuación ha esgrimido una serie de argumentos en su defensa que nos ponen los pelos de punta, pero no de emoción, sino de asombro y estupor al comprobar, una vez más, el mundo en el que vivimos, con cobardes como usted tomando el micro y erigiéndose como el chivo expiatorio de un feminismo devorador de hombres, que levanta a los hombres en vilo, los jalea, los besa porque sí en la boca y luego los deja caer como a títeres. Y más asombroso aún que las mujeres sigamos a pesar de todo alcanzando logros en un mundo lleno de tipos como usted, como diría Shakira. Son ustedes el palo en las ruedas. La piedra en el camino. Y también contra eso nos forjamos y crecemos, no se crea.

Jenni Hermoso, la mayor goleadora de la selección femenina; Olga Carmona, la maga, la de los nervios templados y el límpido y casi invisible gol; Ivana Andrés, la capitana del equipo; todas, las 23, una por una, nos han dado una lección de ambición, discreción, perseverancia, fuerza, destreza, control, emoción, imbatibilidad e inteligencia, que convierten al deporte en el bastión de los valores humanos más elevados y a los que queremos aferrarnos. Su guerra, señor Rubiales, no va solo contra ellas; va contra todas nosotras, las que sabemos, porque lo hemos sufrido montones de veces, que nuestros triunfos, sean en el campo que sean, son con frecuencia digeridos por nuestros iguales con un “exceso de cariño” hasta meterte el sobaco en la boca, hasta atraparte en sus brazos. Y si es a oscuras, pueden meterte la lengua hasta la garganta. Es su manera de tolerarlo, haciéndose acreedores de una victoria que no saben celebrar sin comérsela. Todas hemos vivido esa “efusividad” y esa agresión masculina que con tanta frecuencia solo es una manera de invisibilizar y tapar sometiendo a una mujer bajo su ala apestosa.

Por sacarle hierro a su gesto, amigables congéneres suyos han hecho la burda comparación con el beso de Iker Casillas a la entonces periodista deportiva Sara Carbonero. Y Rubiales esa tarde sin duda quiso repetir la faena. Ser otro Casillas. Si la campeona era ella, le dio igual. Lo que importa es chupar cámara. El gesto, lejos de ser incontrolado, fue impositivo, intencionado y degradante, como lo son todos los gestos que invaden la esfera íntima del otro, propios solo de alguien que, en el fondo, lo único que quiere es pillar cacho. Pero no de la boca, sino de la gloria, que es mucho peor. El gesto delata, además de una primariedad y de una naïveté que yo pongo en duda viniendo de alguien que gana más de 600.000 euros al año, un deseo —ese sí irrefrenable— de protagonismo y apropiación.

Lo ratificó usted mismo, señor Rubiales, en su discurso apelando a que la victoria era de todos, de todos los campeones, no solo de las campeonas, y se mostró enfadado y contrariado porque el triunfo de nuestras futbolistas se leyera solo en clave de un triunfo de la mujer. Pues lo es, señor Rubiales. Fue y es un triunfo de las mujeres, de las 23 mujeres que lo dieron todo en el campo, no de “nuestras mujeres”, como dijo también absurdamente el señor Borrell, sino de todas las mujeres de este país, deportistas y no. Era innecesario, por obvio, remarcar la importancia del entrenador en esa victoria y de toda la caterva de hombres bajados del cielo de la federación que usted preside. No busque refugio en los de su género. A las heroínas hay que elevarlas al cielo, señor Rubiales. No se las besa en la boca. A la Reina, a las que pelean cada día en esta vida no se las toca.

Cuando una escritora recibe el premio Nobel, a nadie se le ocurre levantar el puño por todos los hombres que han apoyado a esa mujer en su carrera, desde sus profesores hasta sus editores o los escritores que la preceden y de los que ha aprendido. Se celebra ese triunfo con una emoción especial porque solo nosotras sabemos lo que cuesta en nuestro mundo de hombres hacerse un hueco y un nombre en el deporte, en la cultura, en la Administración, en la empresa, y mantenerlo. Cuando eres una mujer, todo se confabula a tu alrededor para que dediques tu tiempo a los otros y no a ti misma, a tu ambición, a tus logros. Para que una mujer apueste por sí misma, por su obra, por su trabajo, supeditándolo todo a lo que es su primer deber, ser la mejor en lo que se proponga, hacen falta muchos hombres detrás, desde luego. Y muchos huevos para dejarlos atrás. Muchas veces. Por una vez, señor Rubiales, podría usted admirar al que triunfa y celebrarlo. Con emoción. Con sentida emoción. Las que siempre hemos estado atrás lo sabemos. Ese es el verdadero lugar que le corresponde a un campeón. No la histeria. No el primer plano. Hacer lo mejor por el futbol femenino era su deber; por eso le pagan, y no por rubricar con su firma el triunfo de las jugadoras con el más absurdo de los espectáculos. No lo conseguirá. En nuestra retina permanece indeleble el gol de Olga Carmona, ese gol casi invisible, tranquilo, calibrado y veloz, como el juego de Jenni Hermoso y de las 23 mujeres que han emocionado con su solvencia y su entereza a todo un país. No necesitamos sus bramidos para celebrarlo. Su triunfo es nuestro. De todas.

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