El crimen de Fernando Villavicencio: Ecuador merece el derecho a la sospecha
La activación del asesinato político es parte de la secuencia macabra que vive el país desde enero de 2018
Consternados, rabiosos, así estamos los ecuatorianos. Pero la indignación que produce un asesinato político de esta magnitud no debe obnubilarnos. Han arrebatado el derecho a la vida de miles, pero no pueden quitarnos el derecho a la sospecha. Aquí propongo un análisis contextual para interpretar la lógica del asesinato político al candidato presidencial Fernando Villavicencio.
La activación del asesinato político es parte de l...
Consternados, rabiosos, así estamos los ecuatorianos. Pero la indignación que produce un asesinato político de esta magnitud no debe obnubilarnos. Han arrebatado el derecho a la vida de miles, pero no pueden quitarnos el derecho a la sospecha. Aquí propongo un análisis contextual para interpretar la lógica del asesinato político al candidato presidencial Fernando Villavicencio.
La activación del asesinato político es parte de la secuencia macabra que vive el país desde enero de 2018, cuando estalló el primer coche bomba en el cuartel policial de San Lorenzo, provincia de Esmeraldas. Desde entonces, la espiral ascendente de la violencia criminal no cesa: el año anterior, Ecuador alcanzó la mayor tasa de homicidios en su historia: 26,6 cada 100.000 habitantes. Y este año podría llegar a 40.
El propósito de todo asesinato político es “promover” o “prevenir” políticas específicas, valores, prácticas o normas relativas a la forma de vida de una colectividad. Con la muerte de Villavicencio se logran objetivos en ambas direcciones.
Por un lado, las redes de crimen organizado que han infiltrado el aparato estatal previenen que Villavicencio siga siendo el denunciante más recalcitrante de los vínculos político-criminales. Sus denuncias documentadas y presentadas ante la fiscalía general del Estado apuntan a sectores de alta sensibilidad económica como la industria petrolera, el sector energético, la minería y el narcotráfico. También previenen que llegue a la presidencia de la República y ponga en práctica su promesa de campaña: “Acabar con las mafias”.
Pero la muerte de Villavicencio también debe ser interpretada en la otra dirección. Su asesinato promueve la estrategia militarista de “guerra contra las drogas” que implementó el Gobierno de Guillermo Lasso, con el auspicio de los Estados Unidos. Por tanto, las candidaturas que ofertan “mano dura” se fortalecen como nunca.
En una región como América Latina, fatigada por el fracaso de la “guerra contra las drogas” que ha dejado una estela de muerte y grandes fortunas a la sombra del poder político de turno, la sensatez dictaba cambiar de estrategia. Y algo de esto estaba ocurriendo en esta corta campaña electoral. El debate público no estaba anclado exclusivamente en la inseguridad y la violencia, sino en la política económica del nuevo Gobierno. Pero los recientes asesinatos políticos tienen un peso gravitacional insuperable a favor de la agenda securitista.
Sospecho que el asesinato político del alcalde de Manta (Manabí), el 25 de julio, y de Fernando Villavicencio en Quito (Pichincha), el 9 de agosto, tienen un claro trasfondo político-electoral. Guayas, Pichincha y Manabí son las provincias más pobladas de Ecuador y salvo Guayas, las otras dos no habían experimentado un episodio de visibilización de la violencia criminal tan agudo.
Las innumerables evidencias de infiltración criminal en las instituciones de seguridad del Estado explican por qué continúan las masacres en las cárceles, y sospecho que explican también por qué Fernando Villavicencio fue asesinado con tanta facilidad, a pesar de la custodia policial.
La candidatura presidencial que triunfe cabalgará una sociedad aterrorizada y confundida.