Columna

El vientre viscoso y frío de un sapo

Esta campaña nos ha dado numerosas muestras de cuánto molesta la irrupción de las mujeres en la vida pública, ojo, cuando están en el bando contrario

Acción en el Gualdaquivir reclamando igualdad entre hombres y mujeres.PACO PUENTES

Por momentos pensé que me encontraba en los ochenta, cuando, muy jovencilla, escuchaba comentarios condescendientes o faltones de jefes, colegas, incluso de amigos a los que parecía que la palabra machista ya no les correspondía, porque solo definía a la generación de nuestros padres. A ellos no, ellos ya estaban exentos de semejante pecado y la ideología de izquierdas les proporcionaba el salvoconducto de la igualdad. Eran desaires muy asumidos por las mujeres, que lograban sobreponerse a la grosería y acababan por aceptarla casi como una suerte de camaradería: si querías jugar con los chicos...

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Por momentos pensé que me encontraba en los ochenta, cuando, muy jovencilla, escuchaba comentarios condescendientes o faltones de jefes, colegas, incluso de amigos a los que parecía que la palabra machista ya no les correspondía, porque solo definía a la generación de nuestros padres. A ellos no, ellos ya estaban exentos de semejante pecado y la ideología de izquierdas les proporcionaba el salvoconducto de la igualdad. Eran desaires muy asumidos por las mujeres, que lograban sobreponerse a la grosería y acababan por aceptarla casi como una suerte de camaradería: si querías jugar con los chicos tenías que asumir su dureza. Ser one of the guys. Eso te curtía, tu piel iba cubriéndose de un caparazón protector y esa naturaleza callosa te podía llevar a ser implacable con otras mujeres. Paradójicamente, habíamos abandonado aliviadas la vieja complicidad de nuestras madres con otras —considerándola una solidaridad de bajo coste, de carácter doméstico— para abrazar un nuevo mundo de mujeres que iban por libre, arriesgadas, que reprimían su vulnerabilidad, que afeaban incluso la debilidad. En los noventa, ya con una experiencia en mi haber, entré en otra fase, la de encajar el pequeño gesto machista que te hacía ejercitar el músculo de la paciencia para no sucumbir al enfado, que es una de las peores reacciones que puede mostrar una mujer, por el temor a ser considerada una amargada. Curiosa la cantidad de veces que el feminismo se relacionara con la amargura y no con la alegría. Este miedo a ser considerada una resentida obligaba a escuchar más de lo debido a los varones; a que, de pronto, conscientes ellos de que tal vez no te habían prestado atención, te cedieran la palabra como se le concede a una niña; a que citaran un argumento tuyo como si la autoría le correspondiera a un hombre; a que se dirigieran a ti con un diminutivo confianzudo que no les correspondía usar; que se intercambiaran entre ellos lecturas sesudas y te dejaran exenta de tareas tan elevadas. ¿Y saben qué? Vosotras me entenderéis, compañeras de generación: en un rincón infame de tu corazón te considerabas merecedora de ese desprecio de baja intensidad, de este ninguneo envuelto incluso en cariño. Si en un arranque de dignidad defendías tu espacio y tu nombre, se producía un efecto mágico por el cual tus palabras acababan flotando en el espacio como las de una chiquilla caprichosa. Por tanto, era mejor regresar a esa personalidad chispeante que adorna el alma femenina.

Parece que esta lucha incesante de la mujer para que de una puñetera vez se le conceda la mayoría de edad intelectual se estaba quedando obsoleta. Pues bien, esta campaña nos ha dado numerosas muestras de cuánto molesta la irrupción de las mujeres en la vida pública, ojo, cuando están en el bando contrario. Infantilizaciones en el tratamiento utilizado, risas jocosas compartidas entre varones, alusiones a la indumentaria mezclando sin pudor misoginia y clasismo. Toda la moderación de la que se hace alarde, toda esa jactancia de estudios, mundanidad y clase de quienes se consideran miembros de una élite, quedan sepultados por la chulería. Los insultos, las bromitas baratas, la crueldad, el mofarse de la coquetería como antes fue de la fealdad de las feministas; toda esa bilis que sin duda existe, pero que parecía reducirse al ámbito de lo privado, ha salido a la luz en determinadas bocas, como prueba de que el respeto es algo fingido, una falsificación. A cada brote de este fondo tan turbio que charquea agazapado en algunas almas, volvían a mí escenas de mi vida que creía olvidadas y que me provocaban una molestia casi física, también un alivio por ver cómo ahora se afean, tanto por mujeres como por hombres que ya no toleran esa actitud repugnante. Echo mano del final de La Regenta, cuando Ana Ozores vuelve en sí, para describir mi sensación: “Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo”.


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