Tribuna

Un horizonte respirable

Aristóteles decía que hay dos clases de personas: los que aman a sus semejantes y los que ponen por delante la posesión de las cosas. Es un criterio que todavía resulta práctico para diferenciar programas de gobierno

La candidata de Sumar, Yolanda Díaz, en un acto de precampaña en Toledo, el 2 de julio.Eduardo Parra (Europa Press)

La unidad de la izquierda en torno a la plataforma Sumar es un fenómeno relevante en nuestra historia. Implica una nueva conciencia del papel que pueden jugar los movimientos de representación popular con propósitos de renovación de las estructuras sociales y culturales. Ese papel ya no viene marcado por la gravedad de la deuda que los abusos de las élites contrajeron du...

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La unidad de la izquierda en torno a la plataforma Sumar es un fenómeno relevante en nuestra historia. Implica una nueva conciencia del papel que pueden jugar los movimientos de representación popular con propósitos de renovación de las estructuras sociales y culturales. Ese papel ya no viene marcado por la gravedad de la deuda que los abusos de las élites contrajeron durante siglos con las clases populares, sino por la necesidad de un horizonte respirable para los españoles de toda condición.

La nueva izquierda asume la responsabilidad de contribuir a sanear la tarea pública española, afectada por diversos males que proliferan como una cepa de virus mutantes y contagiosos: la corrupción sistémica, la promoción del odio para asegurar clientela, la torsión del lenguaje, el uso deliberado de la mentira en perjuicio del adversario, la manipulación de los medios de comunicación abusando del titular escandaloso y la asimilación, en fin, de la sede de la soberanía popular con un plató de televisión de griterío innoble. Todo ello podría resumirse bajo la etiqueta de política sucia que se complace en hacer alarde de su desprecio por la cultura y de falta de educación, con lo que causa un perjuicio a la sociedad en su conjunto que esperemos que no resulte irreparable.

El movimiento liderado por Yolanda Díaz y su equipo, con un talante formado en la defensa de los derechos laborales, ha puesto en marcha un ejercicio de la política centrado en propuestas concretas, respetuoso con las diferencias, dotado de flexibilidad sin carecer de firmeza, exigente con la definición de los objetivos tanto como con el cuidado de las formas, dando muestra de una discreta cortesía que genera afecto y complicidad más allá de los marcos de la militancia y de la filiación ideológica. Su feminismo efectivo sin exaltación tiene mucho que ver con esa manera de hacer las cosas.

Cualquiera que sea el resultado de las próximas elecciones generales del 23 de julio, son hechos constatables que el primer Gobierno de coalición de la democracia ha fomentado el diálogo social, mejorado las condiciones de vida de muchos y alcanzado —en un contexto de catástrofes sanitarias, bélicas y naturales— una situación económica favorable ratificada por los círculos financieros. Los errores en que ha incurrido son también de dominio público y cualquier ciudadano con capacidad crítica los reconoce.

La negación interesada de la realidad y el ataque ciego llevado hasta la ofensa personal se volverán contra sus usuarios habituales, si alcanzan a gobernar, según los mecanismos de la alternancia democrática que todos aceptamos. Sería aconsejable dar un paso más allá de la mentalidad feudal de bandos que durante tanto tiempo ha lastrado nuestro desarrollo.

Yolanda Díaz y su equipo han logrado juntar propósitos, evitando exagerar diferencias doctrinarias y descartando las formas de comunicación que buscan adhesión por medio del estímulo más simple. La izquierda no puede limitarse a disputar con sus oponentes el mercado televisivo. Con la manipulación de las audiencias y la noticia falsa no se educa a las nuevas generaciones ni se fortalece un país.

La función pública debe estar al servicio de la dignidad personal y colectiva, no solo del bienestar material, sino también del conocimiento compartido. Resulta curioso comprobar como una parte significativa de las élites conservadoras ha renunciado a toda cultura que no sea la del negocio inmediato. Mientras los intereses neoliberales obedecen a la consigna de adueñarse de los eslóganes del contrario y dar la vuelta a los argumentos como si fueran ropa usada, la izquierda tiene la oportunidad de rescatar un ideal desechado de nobleza y esforzarse por convertirlo en parte del bien común.

Materialismo histórico e idealismo clásico parecen estar intercambiando sus papeles. En la procesión de las almas imaginada por Platón, los filósofos, los músicos y los amantes iban primero, en medio caminaban los políticos y, al final, los sofistas y los tiranos. No es cuestión de reclamar ventajas ideales, pero sería de agradecer que algunos representantes públicos avanzasen puestos en la fila de cara a la próxima reencarnación.

Sin perder el respeto por su significación social, cabe cuestionar si la división del espacio político entre derecha e izquierda, asociada a tópicos muy arraigados, basta para entender la evolución de las democracias. Aunque condicionado por la mentalidad esclavista y el dominio masculino propios de su tiempo, Aristóteles decía que hay dos clases de personas: los que aman a sus semejantes y los que ponen por delante la posesión de las cosas. Es un criterio que todavía resulta práctico para diferenciar programas de gobierno.

No es indispensable refugiarse en la bondad ingenua para percibir la virtud de los mensajes públicos que, junto con el llamamiento a la unidad, fomentan la esperanza sin dejarse abatir por las turbulencias de la actualidad, aconsejan mantener el ánimo para combatir las dificultades, espantan el fantasma de una sociedad servil y se resisten a aceptar la ruina del planeta o la robotización como único horizonte de la especie.

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