Tribuna

Estado de ánimo

El Gobierno de coalición parece haber cosechado un notable rechazo más que por su gestión, por una percepción donde influyen, entre otras cosas, la convivencia de identidades y las transformaciones sociales

Urna de votación en las pasadas elecciones municipales.MONICA TORRES

El actual Gobierno de coalición parece haber cosechado un notable rechazo que ha pesado en el ánimo de muchos ciudadanos, quizá más que el balance de gestión (bueno o malo) de muchos gobiernos autonómicos y municipales en las recientes elecciones en estos ámbitos. Hay varios factores que, a mi juicio, han conformado este estado de ánimo y sobre los que es necesario reflexionar.

El primero, perenne, es la dificultad con que conviven identidades, llamémoslas así, “españolistas” y “no españo...

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El actual Gobierno de coalición parece haber cosechado un notable rechazo que ha pesado en el ánimo de muchos ciudadanos, quizá más que el balance de gestión (bueno o malo) de muchos gobiernos autonómicos y municipales en las recientes elecciones en estos ámbitos. Hay varios factores que, a mi juicio, han conformado este estado de ánimo y sobre los que es necesario reflexionar.

El primero, perenne, es la dificultad con que conviven identidades, llamémoslas así, “españolistas” y “no españolistas” en el imaginario de muchos votantes. En algún momento habrá que aceptar la legitimidad de los diversos sentimientos nacionales. Creo, además, que este sobredimensionamiento de los sentimientos nacionales tiene que ver con la falta de un proyecto común como país. En el comienzo de nuestra democracia hubo un objetivo, una aspiración, en el que todos los partidos políticos estaban de acuerdo: formar parte de la Comunidad Económica Europea. Esa aspiración común era la argamasa de la lealtad institucional que, ahora, se echa en falta en varios partidos políticos. Todas nuestras políticas económicas y sociales estaban dirigidas a ese único objetivo. En mi opinión, ése es el núcleo del llamado “espíritu de la Transición”. Tras lograr la adhesión a la CEE y la entrada en el euro, Europa está ausente de nuestro debate político y ya no tenemos un objetivo compartido. Como consecuencia, nos enzarzamos en nuestras diferencias y carecemos de un plan político de país para influir en las grandes decisiones de la Unión Europea.

El segundo tiene que ver con la dificultad con la que ciertas capas de la población aceptan las transformaciones sociales y cambios legislativos que trae el feminismo. Habrá que explicar una y otra vez por qué la violencia de género es diferente a la violencia doméstica. Habrá que explicar muchas veces por qué la ley contra la violencia de género no discrimina a los hombres. Además, las reticencias de la generación que dominó el pensamiento de izquierda y el feminismo durante la Transición para aceptar las nuevas sensibilidades progresistas vienen creando una gran controversia (¿será que el envejecimiento de la sociedad española lo impregna todo?). Esto, junto a la falta de discreción de varios ministros, ha pasado factura al Gobierno. Creo que habrá que explicar, por ejemplo, por qué la autodeterminación de género no diluye los logros legislativos del feminismo. También cabría preguntarse si la frase “sabe más el diablo por viejo que por diablo” es una verdad universal.

El tercero, a mi entender, tiene que ver con las consecuencias de las políticas necesarias para abordar la transición energética. Toda política de transformación sectorial tiene ganadores y perdedores. Muchos son los sectores afectados pero, en nuestro caso, los que enriscan el ánimo son la agricultura intensiva y el turismo de masas. Muchos representantes de estos sectores minimizan las consecuencias del cambio climático y solo quieren ver los costes de la transición, de los que culpan al Gobierno. Habrá que explicar, una y otra vez, que el cambio climático daña el tejido productivo. Que los desastres naturales y el calor infernal en que puede sumirse media España en poco tiempo son un riesgo gravísimo para todos. No solo eso, sino que la transición energética es una carrera de reorganización industrial en Europa en la que España no debe quedarse atrás. No solo debemos impulsar nuevos sectores sino reformar los existentes. Necesitamos planes ordenados y de brocha muy fina para tener en cuenta toda la heterogeneidad de empresas y localización geográfica dentro de cada sector.

El cuarto se debe a las circunstancias extraordinarias que vivimos desde 2020: la pandemia y la invasión de Ucrania. En el primer caso porque la lucha contra la enfermedad obligó a un confinamiento que podría haberse modulado mejor pero que, desde luego, no constituía un ataque a la libertad individual. Además, la gravedad de la situación sanitaria expuso las debilidades que nuestro Sistema Nacional de Salud ha acumulado desde la Gran Recesión, debilidades que dificultaron, aún más, la acción de gobierno. Por último, la persistencia de la inflación de oferta en España no es achacable a este Gobierno per se, sino a todas las rigideces de nuestra economía, derivadas de nuestros grandes problemas estructurales, especialmente de competencia. Tampoco es responsabilidad del Gobierno la política monetaria, delegada en el BCE. Sí que es responsabilidad de nuestros gobernantes tener un plan de país en Europa, pero ese plan sigue durmiendo el sueño de los justos.

La consecuencia inmediata de este estado de ánimo irritado es que distrae la atención de las reformas estructurales que necesita nuestro país. Localismos, regresiones (de izquierdas y de derechas), negacionismos, y el eje endiablado Pandemia- Putin en la salida de la Gran Recesión, nos atenazan. En este estado de ánimo irritado y a las puertas de unas nuevas elecciones generales, España pasa a ostentar la Presidencia del Consejo de la Unión Europea. Veremos si somos capaces de liderar la agenda europea en estos seis meses, y con ello, la propia.

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