La necesidad de los debates
La confrontación pública de candidatos y propuestas eleva la calidad democrática de los procesos electorales
La llamativa propuesta de Pedro Sánchez de mantener seis debates cara a cara con Alberto Núñez Feijóo (uno por lunes hasta las elecciones) ha centrado en las últimas horas parte de la discusión pública en la conveniencia o no de consolidar esas prácticas genuinamente democráticas y tan frecuentes en los países europeos, incluida España, como carentes de regulación oficial. La ausencia de norma específica sobre los d...
La llamativa propuesta de Pedro Sánchez de mantener seis debates cara a cara con Alberto Núñez Feijóo (uno por lunes hasta las elecciones) ha centrado en las últimas horas parte de la discusión pública en la conveniencia o no de consolidar esas prácticas genuinamente democráticas y tan frecuentes en los países europeos, incluida España, como carentes de regulación oficial. La ausencia de norma específica sobre los debates en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (Loreg) no es una anomalía española, sino europea: casi ningún país de la UE estipula la obligatoriedad de celebrarlos, aunque son liturgias presentes en todos ellos y sometidas a un sistema de autorregulación sobre bases mínimas. Está fijada por ley la publicidad partidista, el reparto de los espacios públicos y otra multitud de detalles relevantes, pero no la exigencia de que los candidatos deban confrontar sus propuestas y sus personalidades ante los espectadores en medios públicos que todavía son masivos, como son las televisiones.
Tampoco el país con una mayor tradición de debates televisados, Estados Unidos, tiene legislación sobre ello, y hubo de crearse hace 30 años un comité independiente que los regula, sin financiación ni partidista ni pública. Tras el mítico encuentro Kennedy-Nixon de 1960, el país se quedó sin más debates durante 16 años, hasta 1976, del mismo modo que en España cada presidente ha decidido en función de la coyuntura y de sus propias conveniencias si los aceptaba o no, como no los aceptó Pedro Sánchez con Pablo Casado en 2019 cuando los resultados electorales de abril de ese año cuestionaban el liderazgo de Casado en la derecha, dado que Albert Rivera estuvo a 200.000 votos de superar al PP.
Nada descarta tampoco que la oferta de debates esté abierta a otras fuerzas políticas de las que depende la gobernabilidad del país, tanto a derecha como a izquierda, según todas las encuestas. Tiene sentido el encuentro cara a cara de los dos candidatos con mayores posibilidades de superar una sesión de investidura para que la ciudadanía contraste estilos, argumentos, propuestas y hasta convicción en la defensa de los proyectos. Pero también lo tiene saber las sintonías o disonancias que los unan o separen de sus potenciales aliados ante un escenario competido entre dos bloques como el que abren las elecciones del 23-J, donde el PP presumiblemente necesitará a Vox y donde el PSOE presumiblemente necesitará a Sumar a su izquierda, vaya o no vaya finalmente con Podemos dentro.
En todo caso, la aceptación de al menos un debate por parte de Feijóo (tras rechazar la idea de plano en un primer momento) cumple con el estándar europeo de que los candidatos favoritos, como lo es él, tienden a ser más reacios a aceptar esos debates para evitar riesgos de errores forzados o no forzados. Feijóo no parece haber cerrado la puerta, como tampoco Sánchez, a debates con los otros candidatos a presidente con representación parlamentaria significativa, como han demandado con razón tanto Yolanda Díaz como Santiago Abascal. Una instrucción de la Junta Central Electoral flexibilizó con buen sentido en abril de 2015 los criterios para que pudieran reflejarse en las televisiones públicas y privadas las formaciones políticas “significativas” que en ese momento todavía no tenían representación parlamentaria, como era el caso de Podemos y Ciudadanos.
Las energías que invierte la clase política en debatir el sí o el no de los debates podría resolverse de forma relativamente sencilla con una futura reforma pactada de la Loreg que estableciese unos mínimos bajo los que ningún candidato —en el Gobierno o fuera de él— pudiera escapar a la exposición ante las cámaras y la opinión pública. Todo debate es en realidad dos debates: el que se celebra propiamente con la emoción y el riesgo del directo y el debate sobre el debate que genera el acto mismo (en los medios y en las redes sociales) y los análisis que dependen de él y de las imágenes que se transmiten en las horas siguientes. Esa visibilidad solo redunda en favor de la participación ciudadana al someter al escrutinio de los medios públicos las propuestas y capacidades de cada candidato.