Ganará el que se equivoque menos
Los ciudadanos no votan a una fuerza política por lo que hizo, sino por lo que piensan que va a hacer, y para las próximas elecciones la mera evocación a la ilusión quedará en palabras vanas
En otra época, el asunto al que hace referencia el título del presente artículo —en definitiva, el del previsible resultado de las próximas elecciones generales— habría venido formulado en términos muy diferentes a los ahora escogidos. El mero hecho de que se hayan preferido los negativos y, por añadidura, minimalistas, pretende señalar la evolución que ha ido experimentando en los últimos tiempos el imaginario colectivo en relación con la cosa pública. Una evolución cuyo signo se dibuja más en términos de rechazo que de adhesión, en la que el voto ciudadano toma más en cuenta aquello q...
En otra época, el asunto al que hace referencia el título del presente artículo —en definitiva, el del previsible resultado de las próximas elecciones generales— habría venido formulado en términos muy diferentes a los ahora escogidos. El mero hecho de que se hayan preferido los negativos y, por añadidura, minimalistas, pretende señalar la evolución que ha ido experimentando en los últimos tiempos el imaginario colectivo en relación con la cosa pública. Una evolución cuyo signo se dibuja más en términos de rechazo que de adhesión, en la que el voto ciudadano toma más en cuenta aquello que teme que aquello que anhela.
Sin duda, esto puede ser interpretado como un efecto de la crispada polarización en la que hace tiempo que vivimos inmersos, en la que no es ya solo que primen las emociones sobre los argumentos, sino que, entre aquellas, las hegemónicas son emociones de signo negativo como el odio y el miedo (en este caso al adversario convertido en enemigo). Esto es algo que está afectando a la totalidad de las formaciones políticas, aunque hay que añadir a renglón seguido que no todas lo gestionan de idéntica manera, matiz de particular importancia en los actuales momentos.
En el caso de la izquierda, la focalización en el adversario convertido en enemigo temible (amén de odioso) ya fue puesta a prueba tanto en las últimas elecciones autonómicas andaluzas como en las autonómicas madrileñas de hace dos años con la luz del foco puesta sobre Vox, con la consecuencia, de todos conocida, de facilitar al PP unos magníficos resultados. Se diría que en los últimos meses esa misma izquierda está intentando una rectificación estratégica del planteamiento, poniendo una cierta sordina sobre el elemento de mero rechazo (una actualización del doberman, en definitiva) para, en su lugar, hacerles un hueco a unas propuestas programáticas nítidamente diferenciadas, por su acento socialdemócrata, de las de sus adversarios.
La derecha, en cambio, parece seguir apostando por un discurso no solo fuertemente polarizado sino, por añadidura, intensamente personalizado. Los términos de su planteamiento, a fuerza de repetidos, resultan de sobra conocidos por todos. Según los derechistas, el actual presidente del Gobierno sería un narcisista hambriento de poder y dispuesto a cualquier cosa con tal de permanecer en el sillón de La Moncloa, al que se aferraría desesperadamente. No en otra cosa consiste la esencia del llamado sanchismo, y de esta percha se cuelgan todos los reproches que en el transcurso de la presente legislatura se le han ido planteando. ¿Indultos y modificaciones del Código Penal? El precio pagado a los socios separatistas por alcanzar el Gobierno. ¿Leyes como la del solo sí es sí o la ley trans? Concesiones a los miembros de la coalición para mantenerse en el poder lo que quedaba de legislatura, y así sucesivamente. Habrá que reconocer que, en esta ocasión, a diferencia de lo que ocurriera con Zapatero, cuando la derecha se empeñó, contra toda evidencia, en dibujar al expresidente como un pancartista radical, el mensaje parece estarle funcionando entre un sector de sus posibles votantes, a tenor de lo que vienen indicando las encuestas y del resultado de las elecciones del pasado 28 de mayo.
La cuestión tal vez sea la de si con semejante descalificación reduccionista le va a resultar suficiente. O, por decirlo de una manera más genérica, hasta qué punto para alcanzar el poder le basta a una fuerza política en la oposición con someter la acción del Gobierno a feroz crítica (por más que en algún momento la misma pudiera contener elementos atendibles). Sobre todo, si no le transmite con nitidez a la ciudadanía lo que dicha fuerza tiene pensado hacer en caso de conquistarlo. De momento, lo único que en este momento parece fuera de toda duda es que la derecha tiene prevista una reducción radical de los impuestos, mensaje de inequívoco tufillo neoliberal susceptible de ser neutralizado sin demasiado esfuerzo con argumentos como el de la pedagógica campaña del Ministerio de Hacienda, que, a través del eslogan “no es magia, son tus impuestos”, deja clara su función social.
Tal vez por eso, por la escasa consistencia teórico-política de su proyecto de futuro, la derecha está redoblando su insistencia en la dimensión emotiva y se está concentrando en potenciar el temor/odio hacia la figura de Pedro Sánchez. Constituiría un severo error por parte de la izquierda aceptar ese envite y permitir que la confrontación entre posiciones políticas se librara en semejante cancha. Probablemente, oponer a un registro emotivo como el señalado otro de signo inverso constituya un callejón sin salida que solo sirva para confirmar en sus posiciones previas a los ya convencidos de cada lado, esto es, a fijar un escenario de polarización.
Pero si no queremos contribuir a ella, lo que procede es desmontar los ataques, por más ad hominem que puedan ser los términos de su formulación, no descalificar al adversario en su condición de tal, ya que hacerlo implica incurrir en una confusión. Una cosa es rechazar el marco mental del adversario, en este caso de derechas, y otra, muy distinta, renunciar a defenderse del contenido de sus ataques, sobre todo cuando se acredite que los mismos están resultando particularmente eficaces, por dañinos. Sin esa defensa, la mera exhortación a la ilusión, tan a la orden del día en el presente escenario preelectoral (sobre todo por parte de algunas), quedaría condenada a la condición de mero flatus vocis y, en idéntica medida, resultaría merecedora del famoso reproche de Greta Thunberg “no more bla bla bla”.
En realidad, como veníamos apuntando, los ciudadanos no votan a una fuerza política por lo que hizo sino por lo que piensan que va a hacer. Lo llevado a cabo cuenta, desde luego, pero en la medida en que contenga una verosímil promesa de futuro (y en este punto, la comparación entre dos formas de gestionar la respectiva crisis económica que a cada una de las dos grandes fuerzas le tocó en suerte puede resultar de enorme eficacia clarificadora). Acaso esa represente la mejor manera de salir del embarrado terreno del juicio de intenciones, en el que cualquier desmesura encuentra cobijo y el más tremebundo de los augurios acaba pareciendo posible, como hemos empezado a ver en estos días, sobre todo (aunque no solo) en boca de los dirigentes de la derecha.
Ciertamente, no resulta en absoluto descartable que las elecciones generales del próximo 23 de julio se decidan sobre la misma línea de meta, en una ajustada foto-finish. Ganará el que se equivoque menos, empezábamos diciendo. Pero, según cómo transcurra la campaña, el resultado final no solo nos informará de quién formará Gobierno, sino también de cuánto da de sí hoy entre nosotros el ruido y cuánto la política propiamente dicha. Y es probable que sea ahí donde en mayor medida se juegue el signo de nuestro futuro.
Finalicemos ya. Tras todo lo expuesto debería haber quedado claro que no se está proponiendo renunciar a la ilusión, sino dotarle de contenido. Siendo cosa rigurosamente necesaria, no basta con conseguir activar a esos “nuestros” que en algún momento se fueron a la abstención. Conformarse con ello equivaldría a no aceptar otro horizonte que el de minimizar los daños. La frase, tan mitinera, “salir a ganar” solo tiene sentido si incluye la ambición de convencer a los que hasta ahora habían votado al adversario. Sin esa ambición a lo que se está saliendo en realidad es a no perder... demasiado.