El fracaso de la transición produce monstruos
La descripción que hizo Anna Bosch de la Federación Rusa no podía ser más contundente: “Un país que ha perdido su sistema”
Era pariente de Natasha. Por eso estaba allí. Ahora que el Estado ya no garantizaba el trabajo en un país quebrado, el tipo ganaba cuatro perras gracias a Natasha. ¿Cobraba en rublos? Por supuesto que no. En la corresponsalía de televisión española en Moscú, a cambio de pequeños arreglos, le pagaban en dólares. Por aquel tiempo había pocas alternativas. Para sobrevivir, contar con una red de favores, y para poder comprar, la moneda del enemigo victorioso. Lo cuenta Anna Bosch en l...
Era pariente de Natasha. Por eso estaba allí. Ahora que el Estado ya no garantizaba el trabajo en un país quebrado, el tipo ganaba cuatro perras gracias a Natasha. ¿Cobraba en rublos? Por supuesto que no. En la corresponsalía de televisión española en Moscú, a cambio de pequeños arreglos, le pagaban en dólares. Por aquel tiempo había pocas alternativas. Para sobrevivir, contar con una red de favores, y para poder comprar, la moneda del enemigo victorioso. Lo cuenta Anna Bosch en la página 132 de su crónica El año que llegó Putin. En el margen anoto una frase de Carl Schmitt que me descubrió Giulano da Empoli: “El defecto del vencedor es no tener curiosidad por el vencido”. Tampoco nos interesaba. Desde que llegó a su nuevo destino, la periodista debía mostrar un hundimiento que Occidente interpretaba como la victoria inapelable de su modelo. La actualidad era la caída.
Un día ese manitas entró disfrazado a la oficina. Podía parecer hasta cómico el uniforme de gala del ejército soviético, pero verle con el sable era definitivamente delirante. Ella lo saludó sin más y el chispas estuvo todo el santo día con cara de mala uva. En el pasillo o en la cocina. Estaba de mala hostia y no lo quería disimular. En el pasado, el 23 de febrero no había sido el día del orgullo, pero casi. Era el día del Ejército Rojo. Una periodista recién llegada no tenía por qué saberlo. Informativamente, la conmemoración ya era irrelevante. Pero el día después, el 24 de febrero de 1999, Natasha llegó a la corresponsalía con un álbum de fotografías. Era de su pariente y necesitaba mostrárselo. Eran instantáneas tomadas en lugares de un imperio que había dejado de serlo. Era el mundo que había dado sentido a la vida del enfurruñado manitas. Porque el chispas que sobrevivía con cuatro dólares en negro por cuatro chapuzas había sido oficial del ejército. De una de las joyas de la corona. Submarinos.
Por eso el uniforme y el sable anacrónicos, como los veteranos de guerra que la corresponsal había visto desfilar ya ondeando la bandera de la Unión Soviética por la plaza Roja. Tristes figuritas de cera con esa mirada que delira porque está congelada en el pasado. ¿Qué ven esos ojos? En una de sus crónicas, la descripción que hizo Anna Bosch de la Federación Rusa no podía ser más contundente. La caracterizó como “un país que ha perdido su sistema, su fuerza, sus fronteras e incluso su nombre”. A la pobreza individual y al desorden colectivo, entre los nuevos ricos y la normalización callejera de la violencia, a finales de los noventa se le sumaba el tóxico del sentimiento de humillación nacional. La transición había fracasado. La parte final del libro rememora los días en los que la corresponsal nos explicó el hundimiento de un submarino y toda su tripulación en el mar de Barents. “Con el Kursk tocó fondo Rusia”.
Poder vertical es el concepto clave de la gran novela política que es El mago del Kremlin de Empoli. El respaldo masivo al ejercicio del poder autoritario cuando un país toma conciencia de que ha tocado fondo, constata su desintegración, necesita refundar su identidad y el ejército ha sido un elemento nuclear en la configuración de esa identidad. Ese proceso, que ha desembocado en una guerra de nostalgia imperial sin oposición interna relevante, no fue bien interpretado desde fuera porque, más que curiosidad por el vencido, Rusia se convirtió en un granero de energía por cuatro perras. Aunque hubo señales para detectar cómo aquel sentimiento de humillación, el del chispas y su puto sable anacrónico, se estaba transformando en ira nacionalista. En su libro, Bosch cita una encuesta del Centro Ruso de la Opinión Pública de la que se dio noticia en EL PAÍS aquel verano de 1999. “Estamos ante un impresionante auge de la mentalidad imperial y militar”. Regresaba la nostalgia por Stalin. Porque ganó la guerra y había restablecido un orden que se añoraba. Y hubo un político frío y maníaco que había comprendido cuál era su misión histórica, tan patriótica, tan asesina.