Neoliberalismo sexual o la insoportable oscuridad del sexo
El feminismo tiene una poderosa crítica que hacer al narcisismo de una razón masculina que pretende iluminarlo todo. Tenemos que defender que también nosotras podemos pactar y hacer contratos, pero tendremos que hacerlo ‘de otro modo’
En anteriores textos he planteado el problema del consentimiento como un problema político consustancial a la modernidad. Si algo es central en la teoría política moderna es fundamentar que consentir al poder del Estado y a los múltiples acuerdos que firmamos entre ciudadanos es un acto libre. El sujeto moderno, mayor de edad, ejerce su libertad comprometiéndose a través de pactos, firmando contratos. Y si se nos puede exigir cumplir con las leyes de un Estado o las cláusulas de un contrato ...
En anteriores textos he planteado el problema del consentimiento como un problema político consustancial a la modernidad. Si algo es central en la teoría política moderna es fundamentar que consentir al poder del Estado y a los múltiples acuerdos que firmamos entre ciudadanos es un acto libre. El sujeto moderno, mayor de edad, ejerce su libertad comprometiéndose a través de pactos, firmando contratos. Y si se nos puede exigir cumplir con las leyes de un Estado o las cláusulas de un contrato mercantil, es porque nosotros mismos hemos elegido esas normas en un acto de voluntad. Los problemas de este paradigma comienzan cuando consideramos que en este mundo unos, los que suelen escribir los contratos, tienen el poder para imponer a otros que los firmen y estos se ven obligados a ceder. Consentir en este caso, lejos de ser un acto libre, es un acto de necesidad. Pero el contractualismo clásico moderno puede también ponerse en cuestión porque presupone un sujeto inverosímil, un sujeto que siempre sabe lo que quiere, que es autotransparente, que no tiene dudas, que no encierra en su propio interior ninguna opacidad. Si el psicoanálisis ha sido y es tan enormemente incómodo es porque, como dice Rosi Braidotti, “la hipótesis del inconsciente infligió una herida terrible en el narcisismo de la visión clásica del sujeto”. Que el sujeto no coincida consigo mismo, o, lo que es lo mismo, que esté atravesado por el deseo —ese objeto bastardo del pensamiento filosófico— pone en jaque los delirios de grandeza del sujeto racional.
Tiene mucho sentido que algunas de las teorías más críticas con el sujeto moderno vengan de pensar en profundidad el sexo. Como dice Jorge Alemán (Breviario político de psicoanálisis, 2023) “el empuje del neoliberalismo es que todo se haga visible, que todo sea comunicable, que todo pueda ser medido, calculable y evaluable”. La religión economicista, que pretende imponer una extensión ilimitada del contrato como forma paradigmática de toda relación social, presupone a ese homo economicus que va por el mundo haciendo cálculos racionales y comunicando sus preferencias con claridad. ¿Pero puede el sexo ser un terreno de pactos claros, señales unívocas, deseos no contradictorios y sujetos que siempre saben lo que desean? ¿No será la sexualidad un territorio que hace naufragar los presupuestos más ingenuos, más inverosímiles, más narcisistas y, por cierto, más masculinos de la modernidad?
Si echamos hoy un vistazo a los discursos mainstream sobre la sexualidad nos encontraremos con que la libertad sexual aparece permanentemente ligada a la transparencia. Revistas de mujeres, consejos de sexólogos, contenidos de Instagram, no paran de exhortarnos a la claridad, a la explicitación de los deseos, a poner el sexo en palabras, al acuerdo consensuado, al pacto verbal. Y, evidentemente, la comunicación sexual tiene un aspecto reivindicable, sobre todo frente a la estigmatización puritana del sexo como algo vergonzoso e impúdico de lo que no se debe hablar. Ahora bien, no deberíamos olvidar lo que Michel Foucault viene a poner sobre la mesa en su Historia de la sexualidad: que el modo en el que la sociedad moderna regula el sexo no es ocultándolo en la alcoba, sino sacándolo permanentemente a la luz. En una sociedad neoliberal que quiere poder contratarlo todo, es imperioso que todo se pueda comunicar y la nuestra, recuerda Foucault, lleva siglos convirtiendo la sexualidad en “algo que debe ser dicho”. Constreñido a una existencia discursiva, el sexo está permanentemente “acosado por un discurso que pretende no dejarle ni oscuridad ni respiro”.
Hoy una parte del feminismo parece entusiastamente entregado a esta cultura sexual de época. Nuestra libertad, se nos dice, es saber pedir con precisión lo que queremos en la cama. Y poner el sexo en palabras —que el consentimiento sea incluso verbal— se ha convertido hoy en el antídoto contra la violencia. “En la cultura del consentimiento —dice Katherine Angel— la verbalización explícita de la mujer sobre su deseo se exige tanto como se idealiza, se reclama impertinentemente como seña de progresismo político.” (El buen sexo mañana, 2021). Quizás, ante tanto entusiasmo, tenga sentido parar a preguntarnos si no estaremos pasando por alto una cosa fundamental: que no siempre —casi nunca quizás— conocemos nuestros propios deseos y que esa opacidad, tan incómoda para la lógica moderna, forma parte de la propia sexualidad. La palabra más sexy es sí es el famoso título de una exitosa “guía de consentimiento sexual”, y uno de los muchos lemas actuales que condensan este sentido común que tanto confía en el lenguaje para tener un sexo satisfactorio y que nos anima a las mujeres a tener un deseo locuaz. Angel recupera a Foucault para recordar que este autor “se opuso a la certeza indiscutida de que hablar sobre el sexo equivale a la liberación y que el silencio equivale a represión”. “No debemos pensar —escribió Foucault— que por decir sí al sexo uno dice no al poder”. Detrás de las actuales doctrinas del consentimiento se nos están encomendando deberes a unos y a otras: a los hombres se les exige que pregunten, a nosotras que sepamos contestar. ¿Pero es esto más liberador? ¿No carga esto un enorme peso en la mujer? ¿A quién beneficia realmente esta obligación de ser sujetos autotransparentes ante el derecho y la ley? ¿Podremos cumplir esa exigencia? ¿Y queremos acaso cumplirla?
Bajo una mirada neoliberal del sexo los sujetos, como mónadas sexuales, tenemos un deseo perfectamente formado, acabado, listo para que lo enunciemos. Este presupuesto filosófico —que podemos saber lo que deseamos, que podemos ponerlo en palabras, que podemos convertirlo en objeto de un contrato—, permite al derecho entender que en su combate contra la violencia está legitimado para pedirnos lo que la Fiscalía General parece apuntar en recientes declaraciones: que hay que exigir a los sujetos que no inicien ninguna aproximación sexual sin tener antes meridianamente claro lo que el otro quiere, que no es lícito ningún “acto de carácter sexual” que no parta ya de una certeza, que el sexo no puede ser tentativo, dubitativo, exploratorio. Es decir, que no está permitido no saber. Lo que es sobrante en estas perspectivas es lo que desborda y excede a todo contrato posible: que no solo desconocemos el deseo del otro sino también el nuestro, que a veces no sabemos lo que deseábamos hasta que no lo hacemos, que nuestros deseos no son previos al encuentro con otro sino que surgen de la interacción. Una visión neoliberal del sexo es aquella que ignora que tratar de erradicar el no saber del sexo es un intento (fallido) de borrar de la ecuación la opacidad y, por tanto, también el deseo.
En el avance del proyecto social del capitalismo hay una gran mancha, un obstáculo a derribar: la contingencia que atraviesa a todo encuentro humano y la interdependencia de toda relación social. Y el sexo contiene esa incómoda verdad porque, frente a los manidos discursos del empoderamiento selfish —”quiérete a ti misma”, “eres tu mejor amante” o “cásate con tu satisfyer”— el sexo nos expone a la vulnerabilidad que implica necesitar al otro para descubrir algo de nosotros mismos. El feminismo, como el psicoanálisis, tiene una poderosa crítica que hacer al narcisismo de una razón masculina que pretende iluminarlo todo. Y, sin duda, tenemos por delante un reto. Porque, por una parte, tenemos que defender que también nosotras, olvidadas por la Modernidad e infantilizadas por la ley, podemos pactar y hacer contratos (tendremos que ahondar en esta cuestión en siguientes textos) como tenemos que defender que el derecho ha de tener un papel fundamental para enfrentar la violencia. Pero, por otra parte, tendremos que hacerlo de otro modo; defendiendo, a la vez, que hay cosas que solo sobreviven en la penumbra y que ciertas opacidades han de ser resguardadas de la luz. Las mujeres (y los hombres) podemos no saber lo que deseamos, tenemos derecho a no saberlo, a dudarlo, a explorarlo, a descubrirlo. No hagamos claudicaciones. Lo que el neoliberalismo no tolera es la insoportable oscuridad del sexo. Nosotras tenemos que reivindicarla, resguardar su derecho a existir. Si esta sociedad va a prometer a las mujeres seguridad sexual a cambio de anular la interdependencia que comporta el sexo, si librarnos de la violencia va a implicar, como contrapartida, no poder atravesar la opacidad de nuestros deseos, ese pacto no merece la pena y debemos rechazarlo. Ninguna libertad en el terreno de la sexualidad nos espera si el peaje es convertirnos en el viejo sujeto masculino de la Modernidad. Podemos y debemos aspirar a mucho más.