El jagüel o el método del padre

Le pregunté a mi padre: “¿Ustedes no tenían miedo de que me cayera?”. Me dijo: “No. Porque te ponías tan contenta”. Como si la felicidad hubiera sido un escudo

Una niña junto a su padre y a su abuelo en un parque.Ippei Naoi (Getty Images)

Salgo a correr al ritmo de Sinnerman en la voz pasmosa de Nina Simone. Al final, no siento el cuerpo. Se corresponde con lo que me pasa: tengo el sistema asaltado por una sobreabundancia de exaltación y oxígeno que me hace levitar. Pasará pronto. Mientras, la llevo dentro de mí. El domingo hablé con mi padre y me contó algo. Cuando yo era chica, íbamos a menudo a un campo de la familia. Era inmenso y había un jagüel, un pozo de agua con una boca de unos 20 metros, bastante profundidad y agua en el fondo. La boca del ...

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Salgo a correr al ritmo de Sinnerman en la voz pasmosa de Nina Simone. Al final, no siento el cuerpo. Se corresponde con lo que me pasa: tengo el sistema asaltado por una sobreabundancia de exaltación y oxígeno que me hace levitar. Pasará pronto. Mientras, la llevo dentro de mí. El domingo hablé con mi padre y me contó algo. Cuando yo era chica, íbamos a menudo a un campo de la familia. Era inmenso y había un jagüel, un pozo de agua con una boca de unos 20 metros, bastante profundidad y agua en el fondo. La boca del foso estaba rodeada por una pared baja de ladrillos. Tengo imágenes imprecisas de ese campo: lomas, cactus extraordinarios que seguramente invento, un arroyo. No recuerdo el jagüel. Pero, según mi padre, a mis ocho o nueve años él y mi madre me sentaban sobre la pared que rodeaba la boca, me daban una caña y yo pescaba ranas del fondo. Un día, dijo, fuimos con mi abuelo que, al ver la escena —nena sentada en la cornisa sobre un agujero enorme y profundo―, se enfureció. Les dijo que estaban locos, buscó una soga ―éramos gente equipada―, me la ató a la cintura y se mantuvo aferrándome con su paciencia de abuelo hasta que nos fuimos. Le pregunté a mi padre: “¿Ustedes no tenían miedo de que me cayera?”. Me dijo: “No. Porque te ponías tan contenta”. Como si la felicidad hubiera sido un escudo. Como si sostenerme en el borde no hubiera sido un problema sino una promesa: si mantenía la templanza y sentía indiferencia por esa forma específica del peligro, nada malo iba a suceder. La vida se encarga de desmentir las cosas que aprendimos en la infancia pero avanzamos, tozudos, con la idea de volver a encontrarlas, pendulando entre el método del padre ―la felicidad nos protege― y el método del abuelo: atarnos a una soga. La sobreabundancia de exaltación y oxígeno proviene de que, por estos días, estoy aplicando el método del padre. Que dure. Que contagie.

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