Pasado el futuro
Avanzaba el mundo pero el modelo educativo seguía con las asignaturas tradicionales. Creaban la inteligencia artificial y nos maravillaban sus novedades, sin entrar en los detalles del proceso. Nos llenaron los ordenadores de ‘cookies’ y las aceptamos
Quitando que los coches no vuelan todavía y que no acaba de salirnos lo de la teletransportación, el mundo ha llegado a un estadio semejante al futuro que imaginamos: a como lo imaginó George Orwell, por supuesto, con un gran hermano que metemos con gusto en los bolsillos en forma de teléfono móvil; pero también a como lo imaginamos en su conjunto, a la vista de ...
Quitando que los coches no vuelan todavía y que no acaba de salirnos lo de la teletransportación, el mundo ha llegado a un estadio semejante al futuro que imaginamos: a como lo imaginó George Orwell, por supuesto, con un gran hermano que metemos con gusto en los bolsillos en forma de teléfono móvil; pero también a como lo imaginamos en su conjunto, a la vista de la inteligencia artificial que escribe los textos sin ayuda o que recrea imágenes con mayor veracidad que la verdad: antes puede tomarse por falsa una foto auténtica que su simulación.
En ese punto estamos, superados los debates relativistas sobre lo que era la verdad y la mentira para comprobar que el simulacro de una imagen o de una voz podrá suplantar a cualquiera y agitar conflictos. Apenas hablamos de eso, como si fuera lo más normal y no entrañase riesgos, porque nuestra principal virtud ante la asombrosa agitación de las cosas consiste en no sorprenderse por ninguna. Sucedió con la secuencia inventada sobre una falsa detención de Donald Trump, aunque el incidente no fue a mayores. A este paso, hará falta una nueva inteligencia artificial que desenmascare a la inteligencia artificial, y así hasta que no hagamos falta nosotros mismos.
Estamos en el punto en que un gran banco internacional, sometido a los controles más estrictos, se viene abajo y arrastra a los demás por un bulo que alguien ha propagado por interés en las redes sociales. Hemos pasado ya el futuro que imaginamos: y resulta que en su escena política, en vez de darse el debate por si habría que regular algo, habitaba Ramón Tamames.
El mundo más desarrollado es también el más frágil, víctima de su velocidad: un tecleo hace temblar a los inversores y obliga a la reacción de los gobiernos; una imagen prende más rápido que nuestra capacidad para preguntarnos de dónde sale y si la han hecho a propósito. Y con qué propósito. Hemos quedado expuestos porque, del futuro, a menudo hemos sido más espectadores que actores. Por desinterés o por falta de tiempo, que bastante tenemos con lo nuestro, lo de llegar a fin de mes y asegurarnos el porvenir. Avanzaba el mundo pero el modelo educativo seguía con las asignaturas tradicionales. Creaban la inteligencia artificial y nos maravillaban sus novedades, sin entrar en los detalles del proceso. Nos llenaron los ordenadores de cookies y las aceptamos.
Construyeron los navegadores con algoritmos que rastreaban nuestra respiración sin que exigiéramos que esas rutas fueran transparentes, para que las pocas manos que las movían nos explicaran para qué querían tanta información. ¿Cuánta libertad nos queda en la libertad que nos queda?, podría preguntarse alguien. Alguien optimista, no me malinterpreten: asistir al futuro no es darse por perdido. Es reclamar herramientas a la altura del tiempo, tan modernas como sus avances: la educación en España no necesita más vueltas ideológicas, sino una adaptación concreta al futuro. Especialmente ahora, que ya es pasado.