Tribuna

El becario es un jeta vividor y un vago

La precariedad de los jóvenes ha hecho saltar por los aires el paradigma de entregar la vida al trabajo. La Generación Z compensa su falta de futuro dedicándose a vivir el presente, porque el tiempo personal es hoy el oro de quienes no tienen la plata

"El tiempo o la realización personal es hoy el oro de quienes no tienen la plata".Klaus Vedfelt (Getty Images)

A una antigua compañera de piso le ofrecieron hace años echar más horas en el colegio donde enseñaba, y parecía imposible rechazarlo porque no andaba sobrada de dinero. “Pero no voy a cogerlo. Me ocuparía todas las tardes, y las quiero para estar a mi rollo”, me soltó sin despeinarse. Menudos jóvenes malcriados, vividores, que prefieren su tiempo libre, a echar más horas como harían sus padres.

Nada de eso, sino que asistimos al cambio generacional de la llamada Generación Z. Es común entr...

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A una antigua compañera de piso le ofrecieron hace años echar más horas en el colegio donde enseñaba, y parecía imposible rechazarlo porque no andaba sobrada de dinero. “Pero no voy a cogerlo. Me ocuparía todas las tardes, y las quiero para estar a mi rollo”, me soltó sin despeinarse. Menudos jóvenes malcriados, vividores, que prefieren su tiempo libre, a echar más horas como harían sus padres.

Nada de eso, sino que asistimos al cambio generacional de la llamada Generación Z. Es común entre los veinteañeros juzgar con un cierto sentimiento de lástima, tal vez inconfesable, las vidas trabajólicas que percibieron en sus mayores. Creen que estos no se sintieron plenamente realizados. Por eso, ellos buscan una rutina que no pivote exclusivamente sobre su carrera, según varios estudios sociológicos.

Y ese cambio de mentalidad está enrareciendo entornos laborales, llevando a sus séniors a pensar que el subordinado es un jeta, como le escuché a una amiga de unos 50 años. Se preguntaba si tal vez son menos profesionales, al no mostrar una intensa sacralización del trabajo. Se compara con ellos a su edad, afeándoles un supuesto “menor compromiso”. Claro que habrá vividores pasando de puntillas sobre sus tareas, pero no cabe confundir el cambio generacional con que los jóvenes sean menos entregados o se esfuercen menos.

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Al contrario, la Generación Z prefiere los empleos con un propósito en la vida, un impacto que les ilusione, lo que dista mucho del monótono esquema fordista. Pero nada más lejos de romantizar un cambio cultural que tiene raíces en la precariedad que sufren.

Primero, porque para muchos amigos disponer de más tiempo libre para sus aficiones, o realizarse en el trabajo, es un sustitutivo de sus bajos salarios, como forma de opio que les permite sentirse menos fracasados. Constatan que tienen currículums potentes, pero no expectativas de futuro; solo les queda el presente.

En cambio, la profesión era el epicentro vital para muchos de nuestros padres, porque aún ofrecía, en general, recompensas como comprar una vivienda, o formar una familia. Si hoy quienes pueden emanciparse con su salario son unos pocos privilegiados, el paradigma de quien entrega su vida al trabajo, irremediablemente, salta por los aires. Llevarse tareas a casa, responder correos electrónicos en fin de semana, o salir horas más tarde, pueden volverse renuncias estériles para quien piensa que le pueden despedir mañana.

La practicidad se vuelve otro valor supremo. Varios amigos se quejan de la “pérdida de tiempo” por cómo su jefe diseña ciertos procedimientos, o consideran que calientan la silla a ratos. Perciben la cultura de la empresa clásica como rígida frente a sus necesidades. El teletrabajo o la semana de cuatro días, que empieza a rodar en el Reino Unido, son demandas de su época, aunque implique demostrar más a los empleadores.

Esa quiebra de las relaciones laborales clásicas llega hasta lo personal. Los centennials no quieren un futbolín en la oficina, al estilo motivacional de Silicon Valley; quieren echarse un futbolín con quien les plazca. “¿A mí por qué me tiene que decir mi jefe quiénes tienen que ser mis amistades?”, me deslizaba un amigo, sobre el hecho de que su compañía creyera que estar en la oficina servía para forjar lazos, o tener que asistir a fines de semanas en casas rurales con el equipo.

Lo más curioso es que nuestros jóvenes aún tengan el arrojo de marcar límites entre la esfera personal y la laboral, pese a la inestabilidad en la que viven. Quizás, romper con la hegemonía del trabajo en sus vidas se ha vuelto para la juventud una forma de protesta social y entre generaciones. Nuestros jóvenes no pueden hoy llevar el control de sus vidas por completo, porque la escasez económica les empuja a la falta de autonomía, a una suerte de niñez eterna. En cambio, aún creen sentirse dueños de su propio destino en cosas pequeñas, pero valiosas para resarcir su autoestima, como dar sentido a sus vidas dibujando por las tardes, en el caso de mi compañera.

El becario no es un jeta, quizás, ni un maleante. Es una persona de su época, que bastante tiene con no derrumbarse al llegar a su piso alquilado con otros tres colegas, mientras arrastra una enorme culpa por su desgracia. El tiempo o la realización personal es hoy el oro de quienes no tienen la plata.

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