El misterio de los trenes fantasma
Sigo con un interés casi morboso la historia de los cercanías que no cabían en los túneles del Cantábrico. Nuestro mundo se sostiene sobre la exactitud, pero en países como el nuestro las palabras han prevalecido sobre los números, los anatemas sobre los razonamientos
Como cada vez me fascina más la propensión humana a la tontería, al malentendido y al error, estoy siguiendo con un interés casi morboso la historia de los treinta trenes que no llegaron a existir porque se descubrió que no cabrían por los túneles de las líneas férreas para las que estaban destinados. Noto que es un interés minoritario. En un país en el que todo el mundo debería de andar por ahí en harapos, dada la pasi...
Como cada vez me fascina más la propensión humana a la tontería, al malentendido y al error, estoy siguiendo con un interés casi morboso la historia de los treinta trenes que no llegaron a existir porque se descubrió que no cabrían por los túneles de las líneas férreas para las que estaban destinados. Noto que es un interés minoritario. En un país en el que todo el mundo debería de andar por ahí en harapos, dada la pasión nacional por rasgarse las vestiduras por una cosa o por otra, el escándalo por una metedura de pata de tales dimensiones no se ha extendido más allá de las comunidades del norte de España más afectadas. Fuentes oficiales aducen que el desastre es menos grave porque los trenes no llegaron a fabricarse. Solo habría faltado eso, que alguien no se hubiera dado cuenta a tiempo del error y los trenes hubieran empezado a circular con gran fanfarria inaugural, y el primero de ellos, cargado de autoridades, se hubiera empotrado en el primer túnel.
Los nombres de quienes dieron la alarma en la empresa fabricante, CAF, son por ahora tan desconocidos como los de los ingenieros, gerentes y cargos políticos de diversa graduación que son responsables del despropósito, pero da la impresión de que unos y otros se esforzaron con éxito en mantenerlo secreto durante casi dos años, no se sabe si para ganar tiempo o con la esperanza de que nadie volviera a acordarse de los trenes fantasma, que se desvanecieran en el aire como tantas promesas de felicidad tecnológica. Los otros, los verdaderos, al parecer son reliquias del siglo pasado, circulando por vías, puentes y túneles del otro siglo anterior, propensos a las averías y a los accidentes y alcanzando velocidades máximas de unos 40 kilómetros por hora, como las locomotoras de carbón de los tiempos de Dickens.
El encargo de los trenes y el pliego de condiciones se publicaron en 2019. El error descomunal de medidas fue detectado dos años después. El importe total del proyecto ascendía a casi 250 millones de euros. Estaba previsto que los trenes empezaran a circular en 2024, pero ahora se anuncia que no estarán disponibles hasta 2026. En cualquier caso, el crédito que merecen los cálculos económicos o de plazos de organismos que no acertaron a establecer la relación entre las medidas de un túnel y las de un tren es más bien limitado.
Hay historiadores de la ciencia que atribuyen la primacía de Occidente desde la época de la Ilustración a los avances en la precisión de las mediciones, las del tiempo y las del espacio, las de la velocidad, las de los estados de la materia. Cuando en el siglo XVIII se inventó una manera de precisa de establecer la longitud, y por lo tanto de situar la posición de un punto cualquiera en el océano, la navegación se volvió mucho más segura y también más eficiente. El progreso en las mediciones parece menos excitante que el de las ideas, pero sin concreción material las ideas se pierden gaseosamente en el aire o, peor aún, adquieren encarnaciones monstruosas. El sistema métrico decimal y no la guillotina es uno de los logros supremos de la Revolución francesa. Nuestro mundo se basa, para bien y para mal, en la capacidad de medir lo ínfimo y lo máximo, la distancia entre dos partículas subatómicas y entre dos galaxias, y en prever con parecida solvencia el tiempo que tardará en llegar a Sevilla desde Madrid en el AVE y también el itinerario preciso y la duración del viaje de esa nave de exploración espacial que despegará en abril y que estará orbitando las lunas de Júpiter en 2031.
Nuestro mundo se sostiene sobre la exactitud, pero no tiene escrúpulo en desentenderse de ella, quizás todavía más en países de pasado oscurantista, palabrero y clerical como el nuestro. Entre nosotros las palabras han prevalecido sobre los números, los anatemas sobre los razonamientos, y nuestro modelo político preferido ha sido durante siglos, y hasta ahora mismo, más el monólogo encendido desde la tribuna o el púlpito que el debate bien argumentado entre posiciones distintas.
La pereza y la negligencia son grandes enemigas de algo tan laborioso como la exactitud. Mirando un momento el teléfono puedes saber muy aproximadamente cuántos millones de neuronas hay en tu cerebro, o cuantos planetas con atmósfera parecida a la terrestre hay en la Vía Láctea: pero nunca llegarás a hacerte una idea verosímil del número de participantes en una manifestación española. Los organizadores dan una cifra esplendorosa. La policía municipal la reduce a una quinta parte. Los medios informan de esas versiones mutuamente inverosímiles, pero nunca se cansan en hacer por su cuenta un cálculo fiable, que no costaría mucho, casi menos que comparar la altura de un tren y la de un túnel. Es una capitulación perezosa de la responsabilidad de informar. ¿Cómo se puede evaluar la importancia o el éxito de una manifestación si nadie se para a contar el número de personas que han participado en ella?
La realidad es maleable en un ambiente en el que confluyen, junto a la tontería y la distracción humana, los fervores de la ideología y la cruda ambición política, las consignas coreadas por congregaciones de fieles y los apaños mercenarios de publicistas y asesores de imagen. Lo concreto siempre amenaza a lo abstracto. Lo desmedido de los ideales y de la propaganda choca sin remedio contra las asperezas de la realidad. Que las leyes físicas señalen límites a la soberbia de la ensoñación política, igual a toda acción humana, provoca en casos extremos la ira destructiva de los iluminados. En la época del primer Plan Quinquenal, se veía por todas partes en la URSS una consigna desconcertante: “2+2=5″. Los designios revolucionarios prevalecían sobre la aritmética. Dos más dos ya eran cinco, porque gracias al esfuerzo de las masas soviéticas lideradas por Stalin los objetivos de los cinco años del plan iban a cumplirse en cuatro.
Pero el ejemplo máximo de revuelta ideológica contra la exactitud fue el censo soviético de 1936, el primero que se hacía después de la Revolución. Antes de que se hiciera público, las autoridades proclamaron que el censo iba a mostrar el crecimiento de la población impulsado por el bienestar y la felicidad general. Pero resultó, cuando salieron las cuentas, que la población, lejos de crecer en esos años, había sufrido un derrumbe, causado sin la menor duda por la guerra, el caos económico, el terror político, el fanatismo demencial de la colectivización de la agricultura. El lenguaje de los números era más devastador que la subversión de las palabras. Los demógrafos que dirigieron el censo fueron ejecutados o enviados al gulag. El censo fue proscrito con más rigor que una proclama política o una novela o un poema calificados de contrarrevolucionarios. No volvió a saberse de él hasta después de la caída de la URSS.
Para mejorar la vida de los ciudadanos lo primero que hace falta es saber cuántos son, igual que hace falta, después de puesta en marcha una cierta política, evaluar con la mayor precisión cuantitativa posible los efectos reales que ha tenido, y así corregir errores, o cambiar de rumbo. La ignorancia perezosa o interesada de los números lo sume todo en una niebla muy propicia a las fantasmagorías. Esa es la niebla del norte cantábrico por la que circulan ahora los trenes fantasma, deslizándose en un silencio de tecnología futurista, aunque imaginaria, traspasando sin peligro los túneles excavados a golpe de pico y dinamita durante el reinado de Alfonso XIII.