La guerra, de cerca y de lejos

La violencia de los ataques la padece y la conoce la gente que está próxima al frente; desde la distancia es difícil saber lo que ocurre

'El Sitio de Gravelinas' (1652), de Peter Snayers, de la colección del Museo del Prado.

En el mercado de Kupiansk-Uzlovi, en la zona noroccidental de Járkov, el marido de Olga Tereshenko, Igor, encontró a un muchacho que estaba organizando una caravana de coches para salir de la ciudad, convertida entonces en línea de frente y sometida a batallas incesantes entre las fuerzas rusas que tenían ocupada la zona y los locales que peleaba...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En el mercado de Kupiansk-Uzlovi, en la zona noroccidental de Járkov, el marido de Olga Tereshenko, Igor, encontró a un muchacho que estaba organizando una caravana de coches para salir de la ciudad, convertida entonces en línea de frente y sometida a batallas incesantes entre las fuerzas rusas que tenían ocupada la zona y los locales que peleaban por recuperarla. Salieron el 25 de septiembre, habían pagado cada uno de los que viajaban 6.000 grivnas (unos 155 euros), eran 48 personas, se repartieron en siete coches. En una primera intentona el día anterior, a la altura de Kurilivka, unos soldados rusos que estaban junto a un blindado los obligaron a dar la vuelta; esta vez, escondidos tras unos arbustos, los dejaron pasar. Olga iba con Igor y su hijo Matvei, de cinco años, en el asiento de atrás del coche que abría la expedición. En la parte delantera viajaban el conductor y una mujer mayor. Los sorprendió de pronto una tormenta de balas y granadas. El hombre del volante se cubrió de sangre, el coche empezó a arder, hubo una explosión que expulsó a Olga hacia fuera. Fue la única superviviente de aquel vehículo, del grupo entero murieron 26, entre ellos 13 menores. “De la abuela solo quedó el esqueleto”, le explicó la mujer a Luis de Vega, el enviado especial de este periódico que la conoció en la ciudad de Járkov. “De mi familia quedaron algunas partes de los cuerpos. En la morgue solo me enseñaron la cadena que llevaba al cuello mi marido”.

No siempre se puede durante una guerra acceder de manera tan directa —y tan desgarradora— a la verdad de lo que ocurre en las cercanías de un frente. Desde lejos es difícil entender lo que ocurre. En el Museo del Prado, en la segunda planta, sala 080, hay cuatro obras del pintor flamenco Peter Snayers. Son cuadros de batallas del siglo XVII, de la guerra de los Treinta Años entre católicos y protestantes, y también de la de los Ochenta Años, que tuvo lugar en Flandes y donde los tercios españoles se enfrentaron a las fuerzas rebeldes de Países Bajos.

En cada una de esas grandes piezas, Snayers procura contar la guerra desde dos perspectivas diferentes. En la parte de debajo de cada una de esas pinturas se ven personas, siempre filas de personas, caravanas, hileras de gente que va de un lado a otro, con sus afanes, sus cosas, algunos perros aparecen por ahí ladrando, totalmente ajenos al drama que se vive en la parte de atrás. Es ahí donde Snayers pinta desde arriba la batalla: la disposición de las tropas que avanzan ordenadas, la ciudad amurallada, los ríos o lagos que la protegen, los caminos que conducen al combate, las explosiones, la vida o la muerte.

El lugar donde se están matando resulta en las obras de Snayers algo abstracto, lejano, como si las guerras se dispusieran en los laboratorios de la historia y tuvieran cierta lógica y sentido. La parte más cercana transmite en cambio barullo y desorden, es el lugar donde se le pueden poner rostros al horror cotidiano. La vida sigue, es lo que cuenta Snayers: hay soldados que van hacia el matadero o aparece una infanta que acude al frente a dar ánimo a sus valientes o existe simplemente gente que huye, incluso hombres y mujeres que se detienen y comentan. La endemoniada verdad está por desgracia en ese roto que provoca de pronto un ataque y que solo deja —como sabe Olga Tereshenko— vacío, dolor y rabia por tanto desatino.

Sobre la firma

Más información

Archivado En