Eh, mujer: menos quejas y más sonrisas

Basta con que una ponga sobre la mesa una injusticia para que se convierta automáticamente en una amargada, una provocadora o, directamente, una mujer peligrosa

Imagen de cerca de la cara de una mujer.Getty

“Esta mujer es hoy un auténtico lastre para el verdadero progreso de este país. Se busca urgentemente a una feminista que no grite, que sepa hacer política serena, inteligente, sin tanto grito y sin abroncar a todos los demás. Y si sabe sonreír, mejor”. Este tuit, que el exdiputado Ignasi Guardans publicó el jueves 30, venía acompañado del vídeo en el que la ministra de Igualdad, Irene Montero, denunciaba en el Congreso que...

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“Esta mujer es hoy un auténtico lastre para el verdadero progreso de este país. Se busca urgentemente a una feminista que no grite, que sepa hacer política serena, inteligente, sin tanto grito y sin abroncar a todos los demás. Y si sabe sonreír, mejor”. Este tuit, que el exdiputado Ignasi Guardans publicó el jueves 30, venía acompañado del vídeo en el que la ministra de Igualdad, Irene Montero, denunciaba en el Congreso que la campaña de la Xunta de Galicia del Día Contra la Violencia de Género promovía la cultura de la violación.

Respondiendo a los centenares de críticas de machismo y misoginia que despertó esa afirmación, el propio Guardans alegó unos tuits más tarde que “un comentario mío [...] ha agitado la conversación de más de 630.000 personas. Algunas muy, muy nerviosas. Es interesante”. Qué paradojas tiene Twitter. Los que se consideran “agitadores” se autolegitiman y se ponen la estrellita de provocador solos, pero a las mujeres que llaman a las cosas por su nombre se las castiga señalándolas como un “lastre” para todos.

De poco ha servido que el tertuliano lo haya intentado arreglar remitiendo a estudios sobre los beneficios de sonreír, sin importar si quien lo hace es hombre o mujer. Algunas ya aprendimos que esa postura ignora que los discursos de la felicidad, del entusiasmo y de la positividad, de ese lema facilón del “saca lo mejor de ti mismo”, se han convertido, como defendía la añorada Barbara Ehrenreich, en mecanismos disciplinadores y en modos de organización basados en la explotación.

Dejando a un lado los estragos de los discursos que enarbolan la inteligencia emocional y que no han hecho otra cosa más que reforzar la desigualdad social, la esencia del tuit de Guardans es una vieja conocida para muchas aguafiestas. Porque esto pasa cada vez que una mujer se atreve a denunciar lo que está pasando en la habitación. No importa si es en el Congreso, en una reunión de trabajo o sentada junto a sus primos más queridos en la cena de Nochebuena. Basta con que una no siga la corriente, no se ría del chiste y abra la boca poniendo sobre la mesa una injusticia. Ahí se convertirá, automáticamente, en una amargada, una provocadora o, directamente, una mujer peligrosa. Y dará igual que todos sepan que tiene razón. Inmediatamente, pondrán los ojos en blanco, alzarán los brazos y dirán que ya está ahí, otra vez, la feminista de turno arruinando la fiesta.

“Que te oigan como una persona que se queja es lo mismo que no te oigan”, escribe Sarah Ahmed, la académica que desarrolló la teoría de la feminista aguafiestas y que dimitió de su puesto como profesora en la Universidad de Goldsmiths en protesta por la falta de atención al problema del acoso sexual en la institución. Oportunamente, ahora publica ¡Denuncia! El activismo de la queja frente a la violencia institucional, su último ensayo con traducción de Tamara Tenenbaum en la editorial Caja Negra. Allí investiga, a través del testimonio de centenares de personas que denunciaron algo en su día, por qué las quejas se desoyen comúnmente al suponer una amenaza a los lazos que hemos construido (con una universidad, con un trabajo, con un gobierno o con un amigo). Y por qué algunas masoquistas nos empeñamos en seguir quejando, aunque una queja siempre implica más trabajo (argumentar, trabajar y seguir adelante con ella). Insistimos a pesar de que las razones por las que nos quejamos ya son de por sí agotadoras. Pero aquí seguimos y seguiremos, escribiendo las veces que haga falta sobre la importancia de quejarse y rebelarse contra la tiranía de la sonrisa impuesta. Aunque nos cansemos solo de pensarlo.

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