La niña Ucrania
Yeva, de cinco años de edad, llega de su natal Ucrania a Madrid. Tiene en los ojos el callado testimonio de tantísimas cosas que no entiende y que ya marcan para siempre las páginas de su vida
En este periódico se acostumbra escribir ucrania por ucraniana y, por ende, quiero cantar aquí una ucranana para una ucrania de cinco años de edad. Ojos azules profundos y pelo rubio, cielo y trigo, la bandera de su país y cinco años de edad. Se llama Yeva, ahora Eva en el kínder al que asistía hasta hace dos días, cada día aprende nuevas palabras en español y por ende, es la mejor traductora de su madre Mariana que sólo habla ucranio, muy poco inglés y no pocos párrafos traducidos por el teléfono móvil en pausas de silencio que contagian realidad.
Mariana li...
En este periódico se acostumbra escribir ucrania por ucraniana y, por ende, quiero cantar aquí una ucranana para una ucrania de cinco años de edad. Ojos azules profundos y pelo rubio, cielo y trigo, la bandera de su país y cinco años de edad. Se llama Yeva, ahora Eva en el kínder al que asistía hasta hace dos días, cada día aprende nuevas palabras en español y por ende, es la mejor traductora de su madre Mariana que sólo habla ucranio, muy poco inglés y no pocos párrafos traducidos por el teléfono móvil en pausas de silencio que contagian realidad.
Mariana limpia desde la librería Pérgamo desde que la más antigua casa de libro de Madrid reabriera sus puertas para felicidad de no pocos lectores, autores muertos y fantasmas en activo y los libros mismos que amanecen todos los días desempolvados, alineados y en filas limpias sobre un piso de décadas en medio de un bosque de madera de cerezos que Mariana pule como ebanista. A menudo, en los pasados meses se han dado algunos días en que a la madre no le da tiempo de llevar a Yeva al cole y la niña Ucrania se sienta a leer los libros para niñas, las ilustraciones que saltan de las páginas coloridas y las texturas de palabras que memoriza hasta salir corriendo y abrazar al primer librero que cruce por la puerta de entrada.
Yeva saluda y se despide de abrazo. Se ríe de sus propias ocurrencias y no tanto de las ocurrencias ajenas; tiene en los ojos el callado testimonio de tantísimas cosas que no entiende y que ya marcan para siempre las páginas de su vida: los abuelos que se quedaron en Ucrania en un pueblo que ya no existe, el padre de por sí distante o distanciado de su madre que pelea en este mismo instante con un rifle automático desde el gélido refugio de una trinchera… y los himnos al fondo, las banderas de antaño, las bestias con la letra Z que no existe en el alfabeto cirílico y la pinche cara imperdonable de Vladímir Putin. Dígame Usted desde su Palacio precario en la ahora CDMX si el desamparo de una niña de cinco años justifica su enrevesada defensa de una invasión… y díganme si realmente seguimos interesados en los costosos avances de las tropas ucranias improvisadas que milimétricamente intentan recuperar su territorio de amarillos y azules.
Yeva llegó hace nueve meses a Madrid y con su madre quedó inscrita como refugiada de guerra. Díganme si no es admirable y loable la labor de acogida hospitalidad y sosiego que miles de europeos y españoles en particular han brindado callada y desinteresadamente para tanto naufragio y dolor. La niña y su madre buscaron habitación en alquiler en un planeta llamado Móstoles a tanta distancia del corazón de Madrid que bien podría parecer el Puerto de Veracruz para un barco de 1937… y ayer fueron desahuciadas por un ramillete de circunstancias que sólo provoca coraje y silencio: el hermano de su madre, herido en el cráneo en el trabajo que consiguió como albañil en los alrededores de Madrid dejó de pagar el alquiler de un pisito poblado por ropa ucrania, botitas de nieve, guantes de niña y un abriguito cinematográfico casi raído por las travesías. El propietario del piso clamó desahucio por una deuda que se iba multiplicando cada mes e incluso insinúo con pedir una mordida de euros para entregar las 15 o 20 bolsas de plástico donde una madre desesperada y una niña sonriente guardan al garete sus vidas… Se quedaron por ahora sin casa, pero no sin librería.
Bajo los estantes y en casa de los libreros se han apilado sus ropas y zapatitos. No pasarán muchos días para que los arcángeles de la Pérgamo consigan un nuevo hogar para la niña Ucrania y su madre, en un mundo al filo de distraerse de todo clima por la Copa del Mundo de Fútbol y en un bosque donde no pocos escritores y autoras han dejado en tinta las esperanzas de redención, los testimonios de tragedias, los infortunios del azar o del odio, entre páginas de párrafos traducibles y risitas de la niña que mira al mundo como un inmenso rompecabezas que algún día será narrado por ella misma con orgullo y gratitud, con la creciente conciencia que transpira su mirada, al vuelo de una cola de cabello rubio, sabia sabedora de que casi todo se arregla con un abrazo.