¿Se puede confiar en este hombre?
La visita de Olaf Scholz a China es un acto de hipocresía política, pero también un signo de desesperación de un líder deseoso de aferrarse al pasado
Olaf Scholz pertenece a la tradición de dirigentes alemanes a los que les encanta hacer negocios con dictadores. Estrechar la mano de un líder chino está en el ADN del Partido Socialdemócrata de Alemania. “Hemos perdido a Rusia, hemos perdido el dividendo de la paz. No cabe esperar que perdamos también a China”. Ese es el mensaje que se recibe en Berlín estos días. Todavía hay algunos periodistas ingenuos que lo pregonan, pero los vientos están cambiando. Nos encontramos ante la verdadera Zeitenwende, por utilizar una expresión que ha empleado el propio Scholz, ante un cambio de era. Me...
Olaf Scholz pertenece a la tradición de dirigentes alemanes a los que les encanta hacer negocios con dictadores. Estrechar la mano de un líder chino está en el ADN del Partido Socialdemócrata de Alemania. “Hemos perdido a Rusia, hemos perdido el dividendo de la paz. No cabe esperar que perdamos también a China”. Ese es el mensaje que se recibe en Berlín estos días. Todavía hay algunos periodistas ingenuos que lo pregonan, pero los vientos están cambiando. Nos encontramos ante la verdadera Zeitenwende, por utilizar una expresión que ha empleado el propio Scholz, ante un cambio de era. Menos los consejeros delegados que acompañaron al primer ministro en su visita a Pekín, los líderes empresariales alemanes son mucho más escépticos. La mayoría —exceptuando a los leviatanes del Dax30— son partidarios de una versión de la globalización más descentralizada que el capitalismo de amiguetes de Gerhard Schröder, Angela Merkel y Scholz.
Alemania es un país en transición hacia un nuevo modelo económico cuyo perfil todavía no está claro. Como en cualquier transición, hay una vieja guardia que intenta frenar el proceso. Scholz pertenece sin lugar a dudas a esa categoría de políticos para los que el éxito económico es sinónimo de exportación industrial y superávits por cuenta corriente. Los cancilleres alemanes, empezando por Helmut Schmidt, llevan desde la década de 1970 viajando al este de Asia acompañados por consejeros delegados sentados en las filas traseras del avión, listos para firmar contratos acordados previamente. No recuerdo a ningún primer ministro de Reino Unido que haya hecho algo así. O a un presidente francés. Francia es todo lo corporativista que se puede ser. Sin embargo, ningún presidente querría que se le viera como subordinado a los intereses comerciales.
Los delirios industriales de Alemania alcanzaron su punto álgido hace unos años, cuando el entonces ministro de Economía, Peter Altmaier, prometió aumentar la participación de la industria en el PIB incluso por encima del 20% actual, que ya es el doble de la de Francia o Reino Unido. La pandemia y la guerra han acabado con esas fantasías. En mi opinión, los símbolos de aquella era eran el coche de gasolina y la planta química de 10 kilómetros cuadrados de BASF en Ludwigshafen, la más grande del mundo.
Scholz y su partido siguen viviendo en esa época. El canciller saca su inteligencia económica de personas como Martin Brudermüller, consejero delegado de BASF. Cuando, a principios de este año, un grupo de economistas predijo que un embargo alemán del gas ruso sería perfectamente gestionable, Scholz salió en televisión para acusarlos de irresponsables. Sus amigos empresarios le habían dicho que evitara tal embargo a toda costa. Cuando Vladímir Putin insistió en que las entregas de gas se pagaran en rublos, el canciller dijo que no cedería al chantaje, pero acto seguido permitió que las empresas alemanas aplicaran un truco de doble contabilidad con Gazprombank para permitir los pagos. Cuando Gazprom afirmó que el gasoducto Nord Stream 1 no podía volver a funcionar sin una turbina retenida en Canadá y sujeta a las sanciones económicas, Scholz hizo todo cuanto estuvo en su mano para que la turbina fuera eliminada de la lista de sanciones. Más recientemente permitió que Cosco, el operador portuario chino, comprara una participación en una terminal del puerto de Hamburgo, y actualmente está presionando para ayudar a una empresa china a comprar una fábrica de semiconductores en Dortmund a pesar de las objeciones de los servicios de seguridad alemanes.
Pero antes de que nos dé un ataque de ansiedad al ver la hipocresía del canciller alemán, deberíamos reconocer que todos estos ejemplos tienen algo más en común. La mayoría de las maniobras de Scholz han fracasado. El embargo del gas se produjo de todas maneras. El modelo empresarial de BASF está muerto. China no es el gran mercado de crecimiento para Alemania. Muchas empresas se están diversificando fuera del país asiático. Como nos recuerda el economista estadounidense Brad Setser, las exportaciones alemanas a China se dispararon en el periodo 2009-2012 debido al aumento de la demanda china de bienes de equipo alemanes, pero desde entonces la participación de estas ventas en el PIB alemán ha permanecido prácticamente estable. El nivel de exportaciones de Alemania a China es mayor que el de otros países de la Unión Europea, y Scholz tiene muchas ganas de proteger esa parte del sector exportador, pero el país asiático no va a ser una fuente de futuro crecimiento para Alemania.
Lo que ocurre en Alemania es que todo el modelo económico, basado en la energía barata y las exportaciones de instalaciones y maquinaria a países como China, ha llegado al límite. Alemania va a tener que diversificarse en una dirección que Scholz y sus amigos de la industria desconocen en gran medida. Esta es la razón por la cual me preocupa menos que Alemania establezca una alianza estratégica con China similar a la que estableció con Rusia. Lo que más me preocupa es que Alemania se quede atascada en el viejo mundo, no se adapte al siglo XXI, y arrastre consigo al resto de Europa.
Veo a Scholz como una figura de transición que llegó al poder tras un accidente electoral. Por ahora, ahí está, y tiene otros tres años por delante. Pero el verdadero cambio de era todavía no ha tenido lugar.