Lo que queda de Bolsonaro
Pase lo que pase en esta elección, el bolsonarismo ha llevado a cabo en los últimos años una intervención quirúrgica en el sistema político que ha alterado la relación de fuerzas, y eso será duradero
La elección de Jair Bolsonaro en 2018 no fue un accidente. Su candidatura se gestó y fue creciendo en terreno abonado. Cuatro años después, independientemente del resultado de hoy, el bolsonarismo sobrevivirá porque, además de un fenómeno político puntual, es una realidad social con raíces que cataliza intereses. Tiene, como demuestran los resultados de la primera vuelta, ...
La elección de Jair Bolsonaro en 2018 no fue un accidente. Su candidatura se gestó y fue creciendo en terreno abonado. Cuatro años después, independientemente del resultado de hoy, el bolsonarismo sobrevivirá porque, además de un fenómeno político puntual, es una realidad social con raíces que cataliza intereses. Tiene, como demuestran los resultados de la primera vuelta, apoyos reales, transversales y territorialmente equilibrados. No es flor de un día: más que polarizar, crispa, porque su estrategia consiste en radicalizar el discurso de la centroderecha tradicional. Se atreve a atacar, con una agresividad inusitada, los fundamentos consensuales del sistema político brasileño sin alterar por completo los principios monetaristas de su política económica.
Bolsonaro es un funambulista cuya virtud principal radica en el olfato. Radicaliza porque puede: su proyecto político está construido sobre la base de la crisis de la centroderecha tradicional, que comenzó con el impeachment contra la expresidenta Dilma Rousseff en 2016 y está terminándose de concretar, seis años después, durante esta elección a doble vuelta. El bolsonarismo amaga, pero controla; es histriónico, pero mide los pasos. Durante los próximos cuatro años, en Brasil, habrá una derecha parlamentaria más conservadora y mejor organizada que nunca, que llevará en volandas a Bolsonaro si gana y, si el resultado es desfavorable, no se cansará de ponerle trabas a la gestión de su contrincante, el expresidente Lula da Silva.
Lula, por su parte, está presentando esta vez un perfil más moderado que en cualquiera de las otras seis ocasiones en las que, desde 1989, fue candidato. Aglutina, entre otros, a la centroderecha a la que se contrapuso durante décadas. Su propio candidato a vicepresidente llegó a ser su rival en otra segunda vuelta, la de 2006. Pero el país ha cambiado mucho desde entonces: el porcentaje de evangélicos, por ejemplo, se ha duplicado, y hoy llegan a representar a una tercera parte de los 214 millones de brasileños. Y aunque se trata de un colectivo plural, si consideramos su evolución cada vez más conservadora y su capacidad de movilización, se ha convertido para Bolsonaro en una baza política más efectiva que la de cualquier partido tradicional.
El lobby de la seguridad (Ejército, cuerpos policiales e incluso milicias) es y ha sido otro de sus grandes soportes. Bolsonaro ha triplicado, según un informe oficial, el número de militares que ocupan cargos en el Gobierno brasileño. Eso significa que en la práctica, aunque nunca formalmente, ha gobernado con el Ejército. Quizás por ello, al igual que en el caso de las iglesias evangélicas, ha sido tan presupuestariamente generoso con sus aliados castrenses como con los parlamentarios amigos, a los que no ha dudado en autorizar partidas secretas. Con los que considera sus rivales, sin embargo, ha sido implacable: el recorte al principal fondo brasileño para la ciencia alcanzará el 42% para 2023. Otro tanto ha sucedido con la cultura.
No son estos, además, los únicos ejemplos de usos discrecionales del poder: de hecho, al mismo tiempo que las condiciones laborales —y, por ende, el poder adquisitivo— han sufrido un deterioro considerable, las ayudas sociales han sido revisadas a la baja y al siempre inquietante ritmo de la coyuntura política. En ese contexto, los sindicatos (descapitalizados en el marco de una reforma laboral que suprimió las cotizaciones obligatorias) han perdido capacidad de movilización y, en consecuencia, importancia como contrapeso. Lo que en la práctica se ha llevado a cabo a lo largo de los últimos seis años es una intervención quirúrgica en el sistema político que ha alterado sustancialmente la relación de fuerzas. Y eso será duradero.
El bolsonarismo, de hecho, pase lo que pase este domingo, tendrá continuidad política porque a lo que apuesta es a una erosión, susceptible de ser alentada desde diversos frentes, de las bases consensuales sobre las que se tejió el proyecto democrático desde el fin de la dictadura, en 1985. El argumento de fondo es que un sistema político así sale caro y su corolario, muy explotado cuando era oposición, es que tiene un fondo corrupto. Desmontar esas controvertidas líneas argumentales, que alimentan rifirrafes, no va a resultar sencillo porque el bolsonarismo moviliza en base al malestar y crece a partir de la confrontación. Su mayor logro ha sido construir un modelo político pragmático; más que importado, exportable.
Juan Agulló es doctor en Sociología (EHESS, Francia, 2003) y profesor/investigador de la UNILA en Brasil. (@JAgulloF)