La angustia por la representación
Ya no queremos vivir una aventura al lado del protagonista, queremos que el protagonista sea un molde de nuestro yo porque es lo único que creemos que nos queda para no disolvernos en ese todo llamado clase media
Periódicamente, nuestra actualidad deja a un lado índices inflacionarios y mapas de ofensivas militares para centrarse en el análisis de asuntos tales como el color de la piel de elfos y sirenitas, las afinidades emocionales entre superhéroes del mismo sexo o el carácter protagónico de mujeres en papeles originalmente interpretados por hombres. La representación de la diversidad en la ficción audiovisual constituye un elemento de importancia creciente en el debate público, tanto que prestigiosas universidades como la UCLA realizan estudios como el Hollywood diversity report, que desde e...
Periódicamente, nuestra actualidad deja a un lado índices inflacionarios y mapas de ofensivas militares para centrarse en el análisis de asuntos tales como el color de la piel de elfos y sirenitas, las afinidades emocionales entre superhéroes del mismo sexo o el carácter protagónico de mujeres en papeles originalmente interpretados por hombres. La representación de la diversidad en la ficción audiovisual constituye un elemento de importancia creciente en el debate público, tanto que prestigiosas universidades como la UCLA realizan estudios como el Hollywood diversity report, que desde el año 2014 mide pormenorizadamente el desarrollo de la pluralidad en la industria del entretenimiento. Parece que ya no se trata tan solo de contar, sino de que lo narrado refleje fielmente la composición de nuestra sociedad, o más concretamente, de la sociedad estadounidense.
Primero, lo obvio: la preocupación de las grandes compañías por ofrecer productos acordes con lo diverso, más que a un impulso moral, se debe a la búsqueda del beneficio, bien ampliando su mercado hasta sectores que antes quedaban fuera, bien obteniendo una mayor rentabilidad al dirigirse a un público específico, bien añadiendo a su marca un valor positivo. Si asumimos que la presión del activismo funciona tan solo si afecta a la cuenta de resultados, podemos deducir que no importa tanto la naturaleza de la motivación como su fruto, el que la pantalla muestre a minorías que antes eran excluidas o las represente sin connotaciones negativas. En el flagrante caso de la mujer, que más que una minoría es más de la mitad de la población mundial, se corrige una inequidad escandalosa que explica con precisión la poderosa influencia del machismo.
El resultado, no obstante, genera tantas adhesiones como rechazos. Muchos espectadores encuentran artificioso el audiovisual diverso, con historias más atentas a la aritmética de las cuotas que a la propia narración, cuando no carente de sentido histórico. El personaje, que siempre había sido una herramienta al servicio de la trama se convierte en el único motivo de la misma, el guionista es sustituido por el experto en marketing etnográfico y el reciclaje cinematográfico, ya excesivo desde hace un par de décadas, experimenta ahora un apogeo insufrible. Lo cierto es que, más allá de problemas artísticos, gran parte de la oposición tan solo se basa en prejuicios reaccionarios: el machista, el racista o el homófobo se ven impelidos por un entretenimiento que antes les resultaba inocuo. La ultraderecha, experta en sacar rédito de la conspiranoia, explica este fenómeno de raíces mercantiles como el triunfo del “marxismo cultural”, dando a entender que los ejecutivos de las majors leen a Herbert Marcuse.
En estos términos se juega la partida, una que se repite en cada nuevo estreno y que suscita atención mediática por lo enconado de los enfrentamientos, pero que no parece avanzar en ninguna dirección. Sin embargo, la razón de que las fábulas parezcan importarnos más que nunca suele pasar desapercibida: nuestra identidad, individualista tras la larga forja neoliberal, halla en su representación la única manera de sentir que es tenida en cuenta. Ya no queremos vivir una aventura al lado del protagonista, queremos que el protagonista sea un molde de nuestro yo porque es lo único que creemos que nos queda para no disolvernos en ese todo llamado clase media. De ahí que la ficción diversa fracase justo donde cree avanzar: por cada nueva especificidad que dibuja encrespa aún más a las que quedan fuera. No hay suficientes colores en el arcoíris cuando lo representativo se vuelve una competición.
Paradójicamente, la mayoría social por excelencia, la clase trabajadora, queda fuera de las ficciones atentas a la diversidad. Contamos con un amplio crisol de personajes que abarcan razas, religiones, sexualidades y hasta alergias alimentarias, pero parece no importarnos cuál es la manera en la que se ganan la vida. La razón para este ensombrecimiento, de los que una vez fueron los protagonistas del nuevo cine americano, es paralela a esta angustia por la representación que nos inunda. Una vez que el neoliberalismo desactivó las políticas redistributivas, aquellas de índole laboral y económico, el único espacio que quedó como coartada de progreso fueron las políticas de carácter simbólico y cultural: lo políticamente correcto es válido hasta que hay que filmar una huelga.
No se trata de minusvalorar la cultura y sus artefactos oponiéndola, en una falsa elección, frente a los avances materiales. La cultura posee una colosal importancia como esfera de ida y vuelta, ya que es donde la sociedad expresa sus sentidos comunes y de donde recibe sus consensos, aquellos que sirven de sustrato al poder para legitimarse. La cuestión, por tanto, no es subestimar la diversidad de la ficción, tampoco celebrarla, sino alertar de que ya hay al menos una generación que cree encontrar en la representación la única manera de influir en el resultado de los conflictos. Se invierte el aforismo del filósofo de Tréveris: una vez nos dedicamos a transformar el mundo, ahora ya solo nos queda representarlo de diversos modos.