Rubén Darío

Acaricio mi blíster en el bolsillo de la chaqueta como quien acaricia un revólver mientras estudio a la mujer dañada, que ahora habla con nadie por teléfono sin dejar de vigilar la nada

Dos viajeros en el metro de Madrid.

En el asiento que se encuentra frente al mío, en el metro, una mujer dañada abre el bolso, extrae un blíster de pastillas, saca una con desesperación, se la lleva a la boca y se la traga tras acumular un poco de saliva. Su salivación estimula la mía y salivamos a la vez sin que ella lo advierta. ¿No es asombroso que tengamos ahí, debajo de la lengua, unos surtidores que se activan al pensar en ellos? Quizá tú, lector, te hayas puesto ahora mismo a salivar sin darte cuenta. Se te inunda la boca de saliva porque yo, a distancia, he encendido el interruptor de tus glándulas para que salivemos jun...

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En el asiento que se encuentra frente al mío, en el metro, una mujer dañada abre el bolso, extrae un blíster de pastillas, saca una con desesperación, se la lleva a la boca y se la traga tras acumular un poco de saliva. Su salivación estimula la mía y salivamos a la vez sin que ella lo advierta. ¿No es asombroso que tengamos ahí, debajo de la lengua, unos surtidores que se activan al pensar en ellos? Quizá tú, lector, te hayas puesto ahora mismo a salivar sin darte cuenta. Se te inunda la boca de saliva porque yo, a distancia, he encendido el interruptor de tus glándulas para que salivemos juntos.

La mujer dañada ha vuelto a introducir el blíster en el bolso y ha anclado la vista en un punto del espacio en el que no hay nada. Observa la nada con una obcecación curiosa, con un empeño tal que también yo miro hacia donde ella mira sin ver nada, sin ver “la nada”, quiero decir, como sin duda ella la ve. Parece que tiene esa capacidad: la de aislar un fragmento de la nada y explorarlo desde una perspectiva existencial. Quizá la nada le haya devuelto la mirada. Tal vez haya entre la nada y esa mujer una deuda pendiente.

Yo llevo también un blíster de pastillas. Cuando éramos jóvenes, las pastillas venían en tubos. Al volcarlos, caían varias en la mano como cabezas diminutas procedentes de una guillotina industrial. Tomabas una de aquellas cabecitas, que a veces sonreían, y el resto las devolvías al tubo, quizá un poco sudadas. Acaricio mi blíster oculto en el bolsillo de la chaqueta como el que acaricia un revólver mientras estudio a la mujer dañada, que ahora habla con nadie por teléfono sin dejar de vigilar la nada. Por la megafonía anuncian la llegada a la siguiente estación: Rubén Darío. Ah, Darío, que escribió: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo y más la piedra dura porque esa ya no siente”.

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