Guayabo

Tengo la impresión de que Tobías Chapman, un amigo de juventud, gran amigo en verdad, debe haber muerto

Un hombre lee un libro.Stefania Pelfini, La Waziya Phot (Getty Images)

Dejé de verlo mucho antes de exilarme y he extraviado sus señas. Google no ha despejado mis dudas, así que, si no ha muerto, debe pasar ya de los ochenta. Y si leyese esta pieza o alguien se la comenta, Toby no dejará de tomar contacto conmigo. El pretérito imperfecto—“copretérito”, según don Andrés Bello— no me parece inadecuado al escribir esto que recuerdo.

Chapman era escritor de oficio. Cabalmente hablando, era escribidor de televisión, lo mismo que yo en aquel tiempo. Había escrito varios libro...

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Dejé de verlo mucho antes de exilarme y he extraviado sus señas. Google no ha despejado mis dudas, así que, si no ha muerto, debe pasar ya de los ochenta. Y si leyese esta pieza o alguien se la comenta, Toby no dejará de tomar contacto conmigo. El pretérito imperfecto—“copretérito”, según don Andrés Bello— no me parece inadecuado al escribir esto que recuerdo.

Chapman era escritor de oficio. Cabalmente hablando, era escribidor de televisión, lo mismo que yo en aquel tiempo. Había escrito varios libros que, nunca supe por qué, llamaba “guayabos”. Me honró con la confianza de darme a leer algunos. Usted no tiene que creerme cuando digo que son estupendas novelas de intriga internacional. Que yo sepa, permanecen inéditas, aunque todo me diga que no lo serán por siempre.

Más que novelas, son lo que los anglosajones dieron en llamar long short stories: relatos de no más de 30.000 palabras que transcurren todos en la Europa de entreguerras. La trama eran las disparatadas conspiraciones del abnegado e iluso exilio venezolano durante la dictadura del general Juan Vicente Gómez.

El personaje en torno a quien pivotaban todos los demás era un supermillonario, antiguo titular de una de las colosales concesiones petroleras que fundaron las grandes fortunas venezolanas de hace un siglo. Un tipo de criollo petulante que tenía una mansión en Belgravia, una villa en Niza y que, en París, paraba en un gran hotel. Chapman lo apellidó Mariani en homenaje a uno de los más obscenos funcionarios corruptos del tiempo inmediatamente anterior a Hugo Chávez.

La protagonista se llama Eugenia Alonso y era un trasunto (la apropiación de un argumento ajeno, también) de Teresa de La Parra, una mujer muy bella y refinada, afamada novelista caraqueña y cosmopolita, aparentemente muy rica (en realidad, de familia mantuana venida a menos) que, en compañía de su novia, Lydia Cabral, perspicaz etnóloga cubana y rica heredera del azúcar en tiempos de Gerardo Machado, recorren Europa en lujosos trenes litera, desde Cap d’Antibes a Hamburgo, alentando en cada capital expediciones armadas contra el tirano Gómez.

Chapman no viajó mucho y, hasta dónde sé, nunca salió de Venezuela, pero la Europa de entreguerras jugaba, en sus novelas, lo mismo que el Mediterráneo Oriental en las de Eric Ambler, tenido por muchos como remoto antecesor de John Le Carré.

Cada guayabo de Chapman narra una compleja operación de compra de armas, armado de un buque, recluta y entrenamiento de voluntarios; en fin, un asunto de financistas, soñadores y mercenarios… Y espías de la dictadura. Abundan en la vida de Eugenia veladas de ópera, recepciones diplomáticas y “encuentros con hombres notables”, gente como Paul Valéry, Reynaldo Hahn y el mismísimo George Gurdjieff.

Esa constelación literaria alimentó nueve novelas —nueve guayabos— de Chapman. Luego de leer un par de ellos, el dramaturgo y guionista José Ignacio Cabrujas invitó a Chapman a una cena en su casa una noche de 1982.

La conversación que sostuvieron aquella noche imbuyó en Cabrujas, andando el tiempo, la idea de fundir el mundo de la protagonista de los guayabos de Chapman en la armazón de El Conde de Montecristo, transfigurada en un Edmundo Dantès de la Venezuela de 1934. Resultó una telenovela sumamente exitosa—La Dueña—, algo que proporcionó siempre a Chapman, quien no quiso ser parte del proyecto, una muy íntima satisfacción.

El último guayabo de la saga de Eugenia Alonso se tituló El leño y la llama, y en él, Eugenia logra al fin desenmascarar al informante de Gómez infiltrado entre los conspiradores. Misteriosa e impepinablemente, cada expedición ha sido debelada por el tirano Gómez y todo termina con muertos y apresados. La trama de intriga viene envuelta en el triángulo amoroso entre Eugenia, Lydia y un pretendiente centroamericano.

En la última entrega de la serie, la acción viaja al México de Plutarco Elías Calles, donde Mariani logra armar un buque con armas y reclutar, bajo engaño, braceros de una hacienda chiclera en Yucatán para llevarlos a morir ametrallados en una playa del occidente de Venezuela como en una película de Sam Peckinpah. El episodio está libremente basado en un hecho real: la fracasada incursión del buque Superior, en 1931.

Mientras, en Ginebra, Eugenia encara duramente a Gastón De Isard, un funcionario consular de la dictadura venezolana. De Isard pasa por ser un apolítico y desvaído poeta simbolista y con esa pretensión ha logrado mezclarse en el cardumen de exilados adulantes de Mariani.

Los exilados venezolanos son imprudentes y todo lo cuentan sin cuidarse del taimado vicecónsul. Al verse descubierto, el poeta se quita la vida con una dosis para caballo del láudano que le han recetado para vencer su incoercible insomnio. Recordando a Toby Chapman me ocurre pensar que sus exilados de ficción, con todo y sus fracasos, lucen mucho más consistentes, gallardos e imaginativos que los políticos venezolanos de hoy. Casi olvido decir que, en Venezuela, la voz guayabo nombra coloquialmente no solo a la resaca del alcohol, como en Colombia, sino también al mal de amores.

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