‘Perro errante’: una foto salida del infierno

Me quedo mirando la imagen hasta que me dicen que el museo va a cerrar. Salgo a una plaza seca y, aunque hay un sol de miedo, yo sólo veo a ese perro negro mordiéndome con la potencia de lo que es poco y está vacío y yerto

Exterior de la capilla del Museo Cabañas, en Guadalajara (México).Simon McGill (Getty Images)

Estoy en Guadalajara. Salgo a caminar, hace calor. Detrás de la catedral hay un cartel que indica cómo llegar a la fuente de los niños meones. Voy y, en efecto, hay niños de bronce orinando agua. Más adelante, el agua brota en chorros desde el piso. Un nene pequeño los atraviesa, empapándose el jean, la camiseta. Se cansa, se aferra las rodillas, resuella, se acerca a sus padres que parecen vivir en la calle, rodeados por carros llenos de cosas. Avanzo entre edificios gigantes repletos de joyerías, custodiados por guardias con armas largas, los rostros como garras. La calle termina en e...

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Estoy en Guadalajara. Salgo a caminar, hace calor. Detrás de la catedral hay un cartel que indica cómo llegar a la fuente de los niños meones. Voy y, en efecto, hay niños de bronce orinando agua. Más adelante, el agua brota en chorros desde el piso. Un nene pequeño los atraviesa, empapándose el jean, la camiseta. Se cansa, se aferra las rodillas, resuella, se acerca a sus padres que parecen vivir en la calle, rodeados por carros llenos de cosas. Avanzo entre edificios gigantes repletos de joyerías, custodiados por guardias con armas largas, los rostros como garras. La calle termina en el Museo Cabañas. Me recomendaron ver allí los murales realizados por Clemente Orozco. En la taquilla me advierten que cierra en media hora, pero no me importa: nunca me quedo mucho en los museos. Camino hasta la capilla (el sitio era un hospicio) donde dos o tres grupos contemplan los paños con figuras pintadas por Orozco. Hacen comentarios admirados. A mí me parecen un poco obvias: soldados españoles representados como máquinas frías, la rueda dentada del progreso aplastando a los aborígenes. Siento que las paredes me gritan: “¡Emociónate!”, y yo, ignorante, no puedo sentir nada. Voy hasta la sala donde se muestra parte de la descomunal colección fotográfica del también fotógrafo mexicano Francisco Toledo. Encuentro imágenes pícaras tomadas por Romualdo García, circa 1915, mujeres semidesnudas, los pechos gorditos y alegres. Y de pronto, lo inesperado: fotos del genial Josef Koudelka. Entre ellas, su Perro errante. Un perro negro, flaquísimo, la ráfaga de un cuerpo, un zarpazo en la nieve. Es una foto dramática, salida del infierno. Me quedo mirándola hasta que me dicen que el museo va a cerrar. Salgo a una plaza seca y, aunque hay un sol de miedo, yo solo veo a ese perro negro mordiéndome con la potencia de lo que es poco y está vacío y yerto.

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