La sociedad perfecta no existe
Mucho hemos aprendido de los innumerables aciertos de las sociedades escandinavas; ahora es necesario que lo hagamos de sus posibles errores
Quienes desde hace ya muchos años hemos sido grandes consumidores de novela negra escandinava siempre habíamos intuido que sus creadores se las veían y deseaban por encontrar motivos propios de este género literario. Que en pulcras y prósperas sociedades socialdemócratas, siempre en la cima de todos los índices de desarrollo humano, pudiera imaginarse el tipo de descompensaciones sociales que demanda esta literatura exigía un verdadero esfuerzo de imaginación. Quizá por eso mismo en autores como el islandés ...
Quienes desde hace ya muchos años hemos sido grandes consumidores de novela negra escandinava siempre habíamos intuido que sus creadores se las veían y deseaban por encontrar motivos propios de este género literario. Que en pulcras y prósperas sociedades socialdemócratas, siempre en la cima de todos los índices de desarrollo humano, pudiera imaginarse el tipo de descompensaciones sociales que demanda esta literatura exigía un verdadero esfuerzo de imaginación. Quizá por eso mismo en autores como el islandés Arnaldur Indridason el núcleo de sus libros lo constituía más el retrato de su fascinante país que los asesinatos propiamente dichos. O, como en el sueco Henrik Mankell, la dimensión psicológica de sus personajes predominaba sobre las inercias narrativas del who’s done it. Con todo, recordemos cómo ya Stieg Larsson en su famosa trilogía Millenium nos hacía ver que en Suecia también había una tradición nazi, y hablaba de la implantación allí de bandas de delincuentes balcánicos.
Los buenos resultados de los Demócratas de Suecia (DS), los nacionalpopulistas suecos, nos han hecho ver que no se trataba solo de ficción o afectaciones de novelistas; algunas de sus aparentes exageraciones han comenzado a cobrar visos de realidad. Como digo, son sociedades que juegan en otra liga en cuanto a calidad democrática, igualdad y solidaridad social. Pero no están libres de contradicciones. Han sido atropelladas también por la globalización. Y la primera víctima, lo vemos aquí como en otros lugares, son los principios universalistas, que ya comienzan a estar a la defensiva en todas partes. El silogismo de la extrema derecha, y no solo de ella, es claro: la generosidad con los refugiados ―Suecia es el país que más tiene en términos relativos― acaba produciendo la segmentación en guetos ―Somalitowns―, delincuencia y, en general, la quiebra de la cohesión social.
Constatan un hecho que reconoce hasta la misma izquierda, pero que esta se ve incapaz de neutralizar discursivamente en la disputa política. Quizá porque, en un gesto casi inevitable, se repliega sobre la indignación moral que les produce el tono racista y autoritario de las proclamas del DS. En vez de refutar sus propuestas mediante argumentos, se limitan a tabuizarlos. Los resultados están a la vista, un 16 % del voto socialdemócrata ha emigrado a la extrema derecha y la propia derecha moderada parece renunciar ahora a mantener el cordón sanitario. Lo que todos nos jugamos es esencial, ni más ni menos que el vivir en sociedades abiertas. Es fundamental, por tanto, que tengamos claro cómo afrontar el desafío. Sobre todo, porque nuestros argumentos están mejor asentados sobre principios y razones. Mucho hemos aprendido de los innumerables aciertos de las sociedades escandinavas; ahora es necesario también que lo hagamos de sus posibles errores.