De Isabel II a Juan Carlos I, cómo los países se relacionan con su historia

La forma de los españoles de rechazar al rey emérito y criticar la Transición parece indicar que prefieren la división y la autodestrucción al perdón y la conmemoración

La reina Isabel II de Inglaterra y el rey Juan Carlos I, en 1988.Marisa Flórez

Europa ha perdido a su querida abuela. Todos vamos a llorarla. Sus extravagantes sombreros de colores, su bolso siempre colgado del brazo como solo ella sabía llevarlo, su sonrisa imperturbable, su sentido del humor. Es una página de nuestra historia que queda atrás. Hoy nos despertamos todos un poco huérfanos. La monarquía permite grandes momentos de comunión nacional, mucho más que una república e incluso más que el fútbol. La ejemplaridad y ...

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Europa ha perdido a su querida abuela. Todos vamos a llorarla. Sus extravagantes sombreros de colores, su bolso siempre colgado del brazo como solo ella sabía llevarlo, su sonrisa imperturbable, su sentido del humor. Es una página de nuestra historia que queda atrás. Hoy nos despertamos todos un poco huérfanos. La monarquía permite grandes momentos de comunión nacional, mucho más que una república e incluso más que el fútbol. La ejemplaridad y la longevidad de Isabel II hacen que esa comunión trascienda las fronteras de Gran Bretaña. Es toda Europa, una Europa en plena crisis económica y en guerra, la que va a compartir la emoción de las exequias de la reina, desde Volodímir Zelenski hasta Emmanuel Macron. No hay sociedad si no hay trascendencia y su muerte nos da la oportunidad de una enorme y útil inyección de fraternidad y cohesión. No hay mal que por bien no venga.

Inmediatamente después de ascender al trono, la joven reina pidió consejo al general De Gaulle. “Sea la persona en torno a la que se organice todo en su reino, en la que su pueblo vea la patria y cuya presencia y dignidad contribuyan a la unidad nacional”, respondió. Isabel II ha cumplido a la perfección su misión real. Tuvo la suerte de que la alabaran en vida, un raro privilegio del que disfrutan pocos personajes históricos. El propio Winston Churchill perdió unas elecciones después de la Segunda Guerra Mundial y De Gaulle se retiró a vivir en soledad tras los sucesos de mayo de 1968. Pero las celebraciones del Jubileo del pasado mes de junio fueron una explosión de orgullo y reconocimiento de un país hacia su reina. Las decepciones y las críticas que pudo suscitar en el pasado —su actitud distante tras la muerte de Diana de Gales, el hecho de que no pagaba impuestos, los divorcios y las rencillas de sus hijos y nietos— quedaron olvidadas para festejar a una reina y, de esa forma, festejar su propia existencia como país.

¿Tienen los españoles la misma capacidad de perdón y conmemoración? Su forma de rechazar al rey Juan Carlos y criticar la Transición parece indicar que prefieren la división y la autodestrucción. Porque, si dejamos de lado por un instante la ceguera de las emociones, Isabel II presidió el fin de un imperio, mientras que Juan Carlos I presidió la expansión de España. Ella heredó una Gran Bretaña de dimensiones mundiales; él heredó un país que había pasado 40 años encerrado en sí mismo, atrasado económica y culturalmente en comparación con sus vecinos europeos. Durante el reinado de Isabel II, Gran Bretaña se contrajo hasta el punto de que ha vuelto a ser una isla desde el Brexit; durante el de Juan Carlos, España se expandió y se reintegró en la escena internacional. Ella no tuvo que forjar una democracia y después salvarla de un golpe de Estado. La monarquía española es la única que ha desempeñado un papel político semejante en la época contemporánea. Y, sin embargo, ese papel excepcional no le dio suficiente fuerza. Isabel II sí era lo bastante fuerte como para atreverse a llegar a la misa de la Abadía de Westminster en honor de su marido, el príncipe Felipe, del brazo de su hijo, el príncipe Andrés, enredado en sórdidos delitos, líos mucho más condenables que una cacería de elefantes y una cuenta bancaria en Suiza. De esa manera, la reina asumió que la monarquía es un poder humano. Eso es lo que le da su encanto y crea un vínculo personal entre el soberano y su país. Al contrario de lo que ocurre con el frío poder de nuestras tecnocracias contemporáneas. Pero, como es humano, es falible. Juan Carlos I es un ejemplo de ello. Aunque, como monarcas, ni él ni la reina Isabel fallaron en sus obligaciones.

El tiempo de los reyes no se mide por periodos electorales ni se guía por las encuestas, sino que forma parte de un tiempo más largo, el de la Historia. Gran Bretaña planeó estos actos fúnebres hace décadas. ¿Cómo enterrará España a su rey emérito? ¿Su muerte será un momento emotivo de comunión nacional y mundial? Es hora de que España reflexione y se reconcilie con su propia historia, más allá de la guerra política entre la izquierda y la derecha.

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