No lo vuelvo a hacer
Sé bien a qué se refieren esos amigos que están dispuestos a no volver a hacer nunca más aquello que hicieron tantas veces o una sola vez
He perdido la cuenta de las amigas y amigos que me han dicho, tras una ruptura, que no van a volver a salir con nadie nunca más; he perdido la cuenta de las madres y padres que, tras tener un hijo, han prometido no volver a tener otro. También conozco a gente que, al volver de un viaje en grupo, dice que no volverá a hacerlo, y hombres y mujeres que creyeron que llegaba la hora de clausurar lo que fuese, casi siempre a una determinada edad, que suele ser la edad de quien ha hecho ya todas sus primeras veces. Y esos hombres y esas mujeres han decidido, como si se propusiesen descubrir una emoci...
He perdido la cuenta de las amigas y amigos que me han dicho, tras una ruptura, que no van a volver a salir con nadie nunca más; he perdido la cuenta de las madres y padres que, tras tener un hijo, han prometido no volver a tener otro. También conozco a gente que, al volver de un viaje en grupo, dice que no volverá a hacerlo, y hombres y mujeres que creyeron que llegaba la hora de clausurar lo que fuese, casi siempre a una determinada edad, que suele ser la edad de quien ha hecho ya todas sus primeras veces. Y esos hombres y esas mujeres han decidido, como si se propusiesen descubrir una emoción nueva más cuando ya nadie las espera, empezar con las últimas.
Es un fenómeno curioso que empieza a verse generalmente a partir de los 40 años y que, en muchas ocasiones, se anuncia para poder hacer de nuevo lo prohibido: para recuperar la vieja sensación de quien hace lo que no debe, o lo que juró no hacer, o lo que tiene prohibido. Nada que ver, por prepotentes, con las despedidas de los divos artísticos, casi siempre programadas para sentir el calor del público como si uno estuviese muerto, y probar el placer de la resurrección después.
En agosto de 1924, tres meses antes de terminar El gran Gatsby, Francis Scott Fitzgerald escribió a su amigo Ludlow Fowler que arrastraba una gran carga tanto él como su novela: “La pérdida de aquellas ilusiones que dan color al mundo, hasta el punto de que no te importa si las cosas son ciertas o falsas en la medida en que participan de esa gloria mágica”. Ese volumen de la correspondencia del escritor estadounidense con Zelda Sayre, también escritora y esposa de Fitzgerald (el alcoholismo él, la locura ella), lo publicó Lumen hace unos años y me lo regaló mi amiga Belén con una dedicatoria que profetizaba ya no este artículo, sino este espíritu detectado en la generación que, cuando me lo compró, yo mismo inauguraba a mis 40: “Las buenas cosas y los primeros años los llevaré siempre conmigo” que le escribió Scott a Zelda cuando de ellos ya no empezaba a quedar nada. Frase que siempre me llevó a los versos de Gil de Biedma que conocí por un artículo antológico de Arcadi Espada en este periódico en 1999: “Fue un verano feliz…/ El último verano de nuestra juventud”.
Yo sé bien a qué se refieren esos amigos de los que he perdido la cuenta de las veces que han dicho que están dispuestos a no volver a hacer nunca más aquello que hicieron tantas veces o una sola vez. En mi caso, por incredulidad. Casi siempre termino esta columna creyendo que es la última: que la próxima semana no volverá a salir, porque por fin, después de más de 20 años, ya no se me ocurrirá la primera línea. Algo aún más evidente con las novelas, que termino con la certeza absoluta de que no volveré a escribir, pues estas sí sé empezarlas, pero nunca supe cómo pude acabarlas. Ese raro desencanto que tiene mucho de impostura (la impostura de las últimas veces de tantos amigos) lo calibró el propio Fitzgerald al decir que con el tiempo había desarrollado una actitud triste hacia la tristeza, una actitud melancólica hacia la melancolía y una actitud trágica hacia la tragedia; la seguridad que tenemos de que algo es la primera vez nunca pertenece a la última. Del mismo modo que todos podemos contar qué hay después de nacer, y nadie puede contar lo que hay después de morir.