Biopolítica de metaverso
Nadie discute que haya que seguir impulsando la revolución digital y sus avances, pero como hemos aprendido en Europa en los últimos años, debe hacerse regulándola y subordinándola a los propósitos éticos de un humanismo tecnológico
¿Queremos convertirnos en una humanidad simulada? Metaverso nos expone a esta cuestión sin que sus artífices nos consulten nada. Claro que tampoco se lo preguntan la mayoría de las personas, las empresas y, lo que es peor, los gobiernos que acceden y empiezan a utilizar esta herramienta sin plantearse el inquietante trasfondo filosófico que late detrás de ella. Estamos dando pasos que pueden conducirnos a una simulación colectiva parecida a la que plasmaron cinema...
¿Queremos convertirnos en una humanidad simulada? Metaverso nos expone a esta cuestión sin que sus artífices nos consulten nada. Claro que tampoco se lo preguntan la mayoría de las personas, las empresas y, lo que es peor, los gobiernos que acceden y empiezan a utilizar esta herramienta sin plantearse el inquietante trasfondo filosófico que late detrás de ella. Estamos dando pasos que pueden conducirnos a una simulación colectiva parecida a la que plasmaron cinematográficamente Lana y Lilly Wachowski en Matrix, y todo discurre sin debate ni polémicas. Tampoco en las redes sociales.
La razón está en que Metaverso visibiliza una atractiva oferta de servicios digitales que ofrece la posibilidad de imaginarnos de otra manera. No importa que, al hacerlo, demos un salto disruptivo que puede transformar a la especie humana en sombra y eco tecnológico de lo que ha sido hasta ahora. Ni que este salto conlleve tampoco, parafraseando a Michel Foucault, una biopolítica capaz de gobernar privadamente la vida humana a través de simularla dentro de una nube que controlarán las corporaciones tecnológicas que la gestionen.
Ninguna de estas consecuencias es visible a priori porque sus promotores empresariales saben evitarlo. La estrategia no es nueva. Opera desde que arrancó la revolución digital en California con los teléfonos inteligentes y el algoritmo de Google. La impulsa un tecno-optimismo basado en el talento innovador de una minoría visionaria que quiere mejorar el mundo y cobrar beneficios multimillonarios por ello. Un propósito libertario que legitima el progreso ilimitado de las aplicaciones digitales porque presume que aumentar las capacidades tecnológicas siempre es beneficioso para la humanidad.
Precisamente esta visión es lo que relativiza, entre otros efectos negativos para el ser humano, las fallas éticas que se desprenden de la revolución digital o las brechas de desigualdad o inclusión que propicia. Cuando unas y otras se produzcan con Metaverso, será demasiado tarde. Estará consolidada su comercialización antes de que se aprecien sus consecuencias más negativas. Algo imposible de neutralizar a priori porque la aplicación se anuncia como un diseño gamificado de humanidad aumentada que libera una simulación revolucionaria que nadie puede perderse. Con Metaverso se superan otras ensayadas antes. Hablamos de aplicaciones de realidad virtual y videojuegos como Second Life, World of Warcraft o Pokémon Go y que, durante la pandemia, fueron sustituidas con propuestas dotadas de altas capacidades inmersivas como Altspace, Beat Saber, Bigscreen, Rec Room o VRChat.
Metaverso va más allá de todas ellas. Nos introduce en lo que David J. Chalmers ha denominado “Realiy+”. Se trata de una simulación digital que subsume y mejora las experiencias de realidad aumentada e inmersiva conocidas. Disloca la comunicación natural del cuerpo con la mente y permite que esta última salga fuera de las dimensiones del mundo físico. Un fenómeno que hace que la personalidad psíquica del ser humano se realoje dentro de un mundo virtual paralelo. La realidad plus se consigue mediante interfaces cerebro-máquina que, ahora, son diademas, pero que, mañana, podrán ser implantes cerebrales. Con ellas se activa una réplica virtual de nosotros mismos que sustituye nuestra corporeidad y al conjunto del mundo físico. Se trata de una infraestructura tecnológica de migración en tiempo real de nuestras capacidades cognitivas mediante una codificación datificada de las mismas que se deposita en una nube propiedad de la corporación que produce técnicamente el simulacro, así como su soporte computacional.
Hasta ahora, Metaverso es la aplicación de realidad plus más conocida, pero pronto se comercializarán otras. No solo competirán y segmentarán la demanda entre ellas, sino que paquetizarán la oferta en función de los gustos y la disponibilidad económica de los usuarios. Las capacidades técnicas futuras son inmensas y pueden desatar una demanda de consumo inimaginable. De hecho, el mercado de experiencias de simulación puede convertirse en un reclamo irresistible que margine la dimensión corpórea del ser humano y la sustituya por una continua simulación digital, solo limitada por el alcance de nuestra imaginación y, por supuesto, de nuestras capacidades de renta.
Volviendo al análisis de Foucault, corremos el riesgo de que irrumpa por la vía de los hechos una biopolítica privada que hegemonicen las empresas que son dueñas de las aplicaciones de Metaverso. Una biopolítica que desmaterialice la democracia y la neutralice al difundirse masivamente la simulación de las experiencias humanas que hacen posible la ciudadanía y la cultura de los derechos. Desprovistos de cualquier capacidad crítica de emancipación frente a quien es propietario de la infraestructura y la nube que hacen factibles la experiencia de simulación, los usuarios de Metaverso estarían expuestos a un simulacro de identidad en manos de terceros. Estaríamos, por tanto, ante la plasmación biopolítica del reverso de la hipótesis cartesiana del genio maligno que, según el autor de las Meditaciones metafísicas, podría engañarnos sistemáticamente al hacernos creer que existimos cuando somos un sueño suyo. De este modo, en Metaverso no habría capacidad emancipatoria frente a la duda metódica de la que nos hablaba René Descartes. Pensar dejaría de ser garantía de existir, con lo que la herramienta del cogito ergo sum colapsaría. El problema es que, con ella, desaparecería también el soporte de la conciencia moderna de la que todavía somos herederos.
Precisamente, este colapso de los últimos recursos epistemológicos de la modernidad, nos conduce a que Metaverso pueda convertirse en el soporte biopolítico de una transición posthumana hacia una utopía digital soportada en infraestructuras computacionales privadas. Una tesis que defienden los gurús de Singularity University y quienes, como Nick Bostrom, proponen que los seres humanos nos convirtamos en criaturas empíricamente computacionales. Gracias a iniciativas de mercado de servicios digitales nos liberaríamos del riesgo existencial que acecha a la especie humana por la crisis climática, la proliferación de pandemias, el agotamiento de recursos naturales y la amenaza de una guerra nuclear. Una puerta de escape del mundo físico atormentado por los Estados y la geopolítica global hacia una nube privada convertida en una especie de arca de Noé digital.
Transformarnos en una humanidad simulada no debe quedar en manos de un modelo de negocio. Como tampoco contribuir a ello con nuestra pasividad cívica debido a la inacción de los gobiernos democráticos. Es urgente reaccionar críticamente frente al riesgo de que se instaure una biopolítica empresarial que ponga en jaque o, mejor dicho, en jaque mate a la democracia. Si no queremos convertirnos, siguiendo a Jean Baudrillard, en un simulacro digital de la existencia humana que finalmente sustituya a esta, hay que exigir políticamente una regulación que contenga una ética vigilante que identifique las posibilidades negativas que comportan iniciativas como Metaverso y priorizarlas en el debate social. De lo contrario, se adoptarán sin evaluación debido a la seductora visibilidad de las posibilidades positivas que tienen indudablemente.
Nadie discute que haya que seguir impulsando la revolución digital y sus avances. Pero hemos aprendido en Europa en los últimos años que debe hacerse regulándola y subordinándola a los propósitos éticos de un humanismo tecnológico. No solo porque es el fundamento de una cultura de derechos digitales que nos da seguridad jurídica y sienta las bases para una ciberdemocracia, sino porque impulsa una gobernanza de internet basada en el respeto individual de la dignidad humana y en la protección colectiva de la autenticidad de nuestra especie.