Lo que piensan de nosotros los cuervos

Según el psicólogo Brian Boyd, el origen de las narraciones radica en nuestro interés como especie por el control social

Un grupo de personas durante una reunión informal.Franziska & Tom Werner (Getty Images)

En un estudio citado por David M. Buss (Evolutionary Psychology, 2016) se descubrió que el ser humano prefiere dormir lo más lejos posible de la puerta del dormitorio, y que elige tener la cama en un lugar desde el que pueda reaccionar ante la posibilidad de que entre un extraño. En palabras de ...

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En un estudio citado por David M. Buss (Evolutionary Psychology, 2016) se descubrió que el ser humano prefiere dormir lo más lejos posible de la puerta del dormitorio, y que elige tener la cama en un lugar desde el que pueda reaccionar ante la posibilidad de que entre un extraño. En palabras de Will Storr en su magnífica La ciencia de contar historias (Capitán Swing, 2022), es como si aún viviéramos en una cueva atentos a la posible irrupción de depredadores nocturnos. Del mismo modo, los reflejos nos siguen preparando para los ataques de la sabana: cuando alguien nos aborda por la espalda, reaccionamos como si nos hubiera embestido un animal salvaje. Son impulsos primitivos que arrastramos después de millones de años de evolución. Y que, defiende Storr, condicionan nuestras reacciones cuando tenemos conocimiento de historias de buenos y malos porque de ellas ha dependido nuestra supervivencia.

Nuestros ancestros, aquellos que se agrupaban en tribus hace decenas de miles de años, se intentaban organizar igualitariamente gracias al poder del cotilleo. Cuando el rumor afectaba a alguien que había antepuesto los intereses del grupo a los suyos, “una ola de buenos sentimientos inundaba a los receptores de la narración, que celebraban su existencia”; cuando el cotilleo delataba a alguien presuntamente egoísta, predominaba una emoción que llevaba al grupo a castigar al protagonista mediante la humillación o la muerte. Era, la narración y su fuerza de convicción (para lo cual había que saber narrar y tocar el nervio del oyente), la justicia en aquellas primeras poblaciones. Cientos de miles de años después, y tras intentarlo sin éxito con las leyes, se inventó Twitter.

La ciencia de contar historias es un libro interesantísimo. El psicólogo Brian Boyd dice que el origen de las narraciones radica en nuestro interés como especie por el control social. Las historias que se construyen en base a la famosa premisa de alguien que comete una infracción moral, rompiendo las reglas que rigen al grupo, provocan reacciones a favor y en contra, centran nuestra atención hasta que haya justicia para quien capte nuestra simpatía. Y —vayamos a los límites del humor, que son los límites fantasma de la ficción— deseamos que en la narración muera el malo de la peor manera imposible, incluso pudiendo estrangularlo con nuestras propias manos, sabiendo que fuera de la ficción no querríamos para él otra cosa que una condena en los tribunales.

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Somos buenos, o al menos estamos programados para serlo. En un estudio referenciado en The Domesticated Brain, de Bruce Hood, una marioneta hacía de ladrón tratando de abrir una caja, otra la ayudaba a abrirla y una tercera lo impedía; bebés de hasta ocho meses elegían ser esa marioneta, la que impedía que el mal se saliese con la suya. Hay en todo ello una relación directa con el estatus, del que depende buena parte de nuestra salud mental y física, nuestra autoestima; la percepción que los demás tienen de nosotros nos obsesiona. Por eso, dice Storr, los cotilleos del hombre cazador-recolector han acabado en los periódicos, que se ocupan mayormente de los relatos de infracciones morales cometidas por personas de alto estatus. No es nuevo ni exclusivo de nosotros: los grillos llevan un recuento de sus victorias y fracasos contra rivales de la misma especie. Y los expertos en comunicación entre pájaros encontraron algo maravilloso, según se lee en La ciencia de contar historias: “Los cuervos no sólo están atentos a los cotilleos que cuentan las bandadas vecinas, sino que prestan aún más atención cuando se cuenta la historia de algún pájaro que ha perdido estatus”.

Léase todo ello con las impresionantes imágenes del telescopio James Webb delante, las galaxias lejanas y los planetas gigantes a millones de años luz en el universo profundo, la búsqueda incesante de las primeras destellos tras el Big Bang. Habitamos algo tan grande y extraordinario que es imposible creer que somos los únicos.


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