La juventud en el país de Mickey Mouse
Hay Estados en Europa cuyos jóvenes pueden alcanzar la madurez con poco paro, buenos salarios, mercado laboral próspero y conciliación real. En España, en cambio, es difícil abandonar la ñiñez ni siquiera a los 35 años
El jefe de mi amigo Antonio bromea con que Dinamarca es el “país de Mickey Mouse” y es lo mismo que yo percibí tras aterrizar con el avión para visitarle durante unos días: muchos niños, carricoches por todos lados, llevados por padres pasmosamente jóvenes. Aunque la juventud danesa nada tiene de infantilismo, al lograr muy pronto la plena independencia vital y económica. No es el caso de España, donde nadie garantiza que los jóvenes salgan de la niñez ni a los 35 años, si por niñez entendemos la fase donde uno apenas puede llevar las riendas de su vida.
Es la cara más alienante de la p...
El jefe de mi amigo Antonio bromea con que Dinamarca es el “país de Mickey Mouse” y es lo mismo que yo percibí tras aterrizar con el avión para visitarle durante unos días: muchos niños, carricoches por todos lados, llevados por padres pasmosamente jóvenes. Aunque la juventud danesa nada tiene de infantilismo, al lograr muy pronto la plena independencia vital y económica. No es el caso de España, donde nadie garantiza que los jóvenes salgan de la niñez ni a los 35 años, si por niñez entendemos la fase donde uno apenas puede llevar las riendas de su vida.
Es la cara más alienante de la precariedad juvenil: la imposibilidad de ser dueños del propio destino o de construir un proyecto vital significativo, ya sea en familia o en soltería. Crecen las depresiones o la ansiedad en los jóvenes que quieren escapar de su hiperrealismo y miseria, mientras nuestro Estado de bienestar sufre por la baja natalidad o las pensiones. Pero poco se señala cómo el contexto roba a la juventud su forja de identidad, su derecho a ser y crecer, porque en España fabricamos individuos dependientes, castrados de autonomía.
Lo observé paseando por el Tívoli de Copenhague, mientras que Antonio y su marido Alejandro relataban los avatares de su nueva andadura danesa a los 28 años. Sus ahora iguales aparentaban vidas adultas, estables, aunque estuvieran correteando como nosotros entre algodones de azúcar y sillas voladoras. Pensé en Madrid, y en nuestros iguales, que estarían tomando algo por Malasaña, aparentando en cambio una especie de juventud eterna. Pero ello nada tiene que ver con la madurez mental, o con el ocio, sino con sus condiciones materiales, su inestabilidad, y su lacerante pobreza. El primer síntoma de esa cuasi niñez se aprecia en los nuevos hogares. Por necesidad, la familia en España la forman hoy los compañeros de piso, muchos de ellos unos desconocidos. O quizás, lo más parecido a una unidad familiar propia que se pueda construir nunca sean los amigos, aún sin que se haya elegido así. La mayoría de la juventud danesa, en cambio, se emancipa en la veintena y, si así lo desean, puede criar niños pronto, o realizarse de otras formas. Una muestra es que su tasa de natalidad aparece en la parte alta de la tabla en comparación con la española.
Todo esto no será por el falso mantra de nuestra derecha sobre que el aborto está normalizado como “método anticonceptivo”, ni se solucionará repartiendo cheques bebé. Tampoco tendrá que ver con culpar a los “poderes oscuros” de no hacer más políticas progresistas, como insinúa ya Moncloa, en plena crisis inflacionaria, la tercera que sufrirá la juventud tras la de austeridad y la pandemia. La receta danesa es evidente: a la edad adulta se llega con poco paro, buenos salarios, mercado laboral próspero, y conciliación real, por demagógico que resulte comparar ambos países.
Otra muestra es que Alejandro no tardó ni una semana en encontrar empleo. La mano de obra cualificada escasea en Europa, así que las mejores pastelerías de la capital se lo rifaron con condiciones que jamás soñó en Barcelona. Su salario, como último en llegar, dobla al que antes tenía, cuando era el jefe del obrador, y con más días de descanso. Por la tarde tiene tiempo para estudiar danés, comprar, organizar la casa, o cuidar un hijo, si lo tuvieran. Lo sabe también Antonio, que antes volvía a las ocho de la tarde, y ahora, en su día peor como jefe de estrategia de una gran empresa multinacional suele llegar a casa a las cinco en su bici. En ese paraíso, los alquileres suponen igualmente casi la mitad de un salario. Pero los daneses empiezan la vida antes, puesto que muchos trabajan ya en la adolescencia para ganarse un dinero. La posibilidad de tener hijos es otro síntoma de su autonomía. Por su próspera perspectiva laboral, pero también por un factor cultural, en los países nórdicos no hacen falta unos padres sobreprotegiendo hasta pasada la madurez a sus hijos, y la gente tiende a buscarse la vida incluso antes de estabilizarse económicamente.
Cómo se va a poder salir de la niñez en España, en cambio, cuando la vida se convierte en una lucha por la supervivencia, siendo imposible realizarse ni en un trabajo precario, ni en el hogar. Luego se llenan las plazas de gente bebiendo, o tomando otras sustancias, de vidas exclusivamente basadas en el ocio hasta casi la cuarentena. A algunos no les queda otra posesión, o autoafirmación, que alargar ese presunto disfrute en una huida hacia adelante que les permita evadirse de un hoy terrible. Esa atomización quizás también oculte el germen de una profunda soledad o vacío.
Así que me bastó con ver sus caras de felicidad, en un clima horrible en invierno, en una sociedad muy cerrada de la que no entienden ni el idioma, para entender la decisión de mis amigos. Y de ahí se deriva un sistema entero, donde el colchón del bienestar resiste, la confianza en las instituciones está presente, y los lazos sólidos nutren sus vidas. Lo contrario es condenar a la juventud a vivir en el país de Mickey Mouse, pero no en la utopía danesa, sino en la distopía española, el sentirse hundido en la treintena, no poder nunca poder ser un adulto. Y sin cochecito.