El confesionario de los adictos a las telenovelas

Las reacciones a ‘Café con aroma de mujer’ demuestran lo atrayentes que resultan estos formatos y el catálogo inagotable de placeres culpables que ofrecen

Laura Londoño y William Levy, en 'Café con aroma de mujer'.

El día que Rusia invadió Ucrania, recibí un mensaje de mi madre visiblemente alterada. Pero no por la guerra. Había pasado algo aún peor. La cosa era grave. “¡No hay novela por culpa de Putin!”. Ese día, lógicamente, Televisión Española había interrumpido su programación habitual y en este caso la difusión de su culebrón preferido, su pêché mignon (”pecadillo”), como lo llama. La decepción sincera que sintió me hizo recordar el poder que tienen estos formatos tele...

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El día que Rusia invadió Ucrania, recibí un mensaje de mi madre visiblemente alterada. Pero no por la guerra. Había pasado algo aún peor. La cosa era grave. “¡No hay novela por culpa de Putin!”. Ese día, lógicamente, Televisión Española había interrumpido su programación habitual y en este caso la difusión de su culebrón preferido, su pêché mignon (”pecadillo”), como lo llama. La decepción sincera que sintió me hizo recordar el poder que tienen estos formatos televisivos, ya sean telenovelas latinoamericanas, culebrones de toda la vida, soap opera, o como se les quiera llamar, y la adicción que generan, sea cual sea la edad, la clase social o la nacionalidad del espectador. Una adicción que, además, la mayoría queremos mantener íntima, secreta, por el qué dirán. Aunque quizá eso era antes. Twitter, parece, lo ha cambiado todo.

Con el anonimato que proporciona la red social, el paraíso de los tímidos y cobardes de toda índole, casi cualquier cosa se puede confesar. El último fenómeno de Netflix, Café con aroma de mujer ―ya el nombre es un poema―, ofrece un catálogo inagotable de placeres culpables. Mi preferido, de lejos, es el de esa mujer que visiblemente no tiene ningún reparo en confesar que trabaja mientras ve la serie. “Trabajar mientras veo Café con aroma de mujer es mi pasión”, escribe Valita. Y yo me pregunto: ¿en qué trabajará Valita para poder dedicarse a su pasión a la vez que cumple con sus deberes laborales? Recordé a esa peluquera en Sucre (Bolivia) que, por secarme el pelo sin quitarle ojo a la novela que emitía el pequeño televisor que tenía fijado a la pared, me dejó con un brushing que, de haber nacido en los sesenta, me hubiera abierto las puertas del casting de Dallas. Aunque recomiende separar esas dos actividades, sea cual sea el oficio, una tuitera nos demuestra que no resultan necesariamente incompatibles, todo lo contrario: “Hoy fui a que me arreglen una carie. Terminamos mirando un capítulo y medio de Café… mientras me arreglaban. También me pusieron una mantita porque tenía frío. Excelente servicio”, cuenta Bebesinha.

El listado de las confesiones es muy variado, desde empezar a sentir los primeros síntomas de un infarto en los capítulos con más tensión dramática hasta, como le pasó a este tuitero, encontrarse algo confuso frente a tanta testosterona. “El otro día hice la broma de poner Café con aroma de mujer. No lo hagáis, es peor que la heroína, además los protas están para mojar pan, sobre todo el chico y eso que soy hetero, aunque ahora tengo mis dudas”, escribe Darthmedebeber.

La más corriente es compartir el gran vacío existencial que se experimenta al terminar de ver la serie. “¿Qué será de mí ahora?”, escribe una tuitera. “¿Cómo sigo la vida sin Café con aroma de mujer?”, se pregunta otra. Al sentimiento de desorientación y de pérdida de entusiasmo por la vida le sigue el de sentirse avergonzado o culpable por la cantidad de horas perdidas frente a la pantalla. Como diría mi madre: “¡Todo este tiempo malgastado sin haber leído nunca a Proust!”, o en palabras más crudas de Antonina: “Ya no tengo vida por ver a esa mierda”.

A todos ellos se les adelantó en 1977 el académico estadounidense Roger Copeland. En un artículo en The New York Times titulado Confessions of a soap opera addict (”Confesiones de un adicto a los culebrones”), explicaba: “Al principio me decía que lo hacía [ver series televisivas] por razones sociológicas. (...) Luego, rápidamente, me di cuenta de que lo hacía por las mismas razones proverbiales que cualquier ama de casa obrera: quería saber qué pasaría a continuación”. Su reflexión era que, a pesar de los presupuestos muy limitados, los decorados cutres, escenas rodeadas exclusivamente en interiores, los pésimos actores y los guiones sin pies ni cabeza ―en este aspecto, las producciones actuales han mejorado su calidad—, nadie estaba a salvo, ni siquiera intelectuales como él, de caer rendido a la atracción de este tipo de contenidos. Y yo, que hace unos meses viví completamente absorbida por los amores de La Gaviota y que aún hoy sueño con los cafetales colombianos ―y tampoco he leído a Proust―, no seré menos. Lo confieso.

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