Mejor una mala paz

Putin pretende que los aliados hagan entrar en razón a Zelenski, pero la responsabilidad y el derecho a tomar tal decisión corresponden solo al Gobierno de Kiev

Dos ciudadanos ucranios se sientan frente a edificios destruidos en Borodyanka este miércoles.Kay Nietfeld (Europa Press)

Las victorias de Vladímir Putin son escasas y miserables. Con el cañón y el espanto. Gracias a su inacabable arsenal de obuses y de soldados. Reclutados mediante engaño, miserable soldada y derecho al saqueo. Ni siquiera sirve la propaganda. Los jóvenes huyen despavoridos de las levas forzadas. Nadie siente esa patria rusa ni quiere sacrificarse por tan rancia y salvaje idea imperial.

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Las victorias de Vladímir Putin son escasas y miserables. Con el cañón y el espanto. Gracias a su inacabable arsenal de obuses y de soldados. Reclutados mediante engaño, miserable soldada y derecho al saqueo. Ni siquiera sirve la propaganda. Los jóvenes huyen despavoridos de las levas forzadas. Nadie siente esa patria rusa ni quiere sacrificarse por tan rancia y salvaje idea imperial.

Así está conquistando Donbás, espejo de su idea de Ucrania: tierra quemada pero rusa, mejor que viva pero ucrania. Una pírrica victoria que no compensa su humillante derrota, el asalto frustrado a Kiev para decapitar al Gobierno legítimo. Hay empate en el campo de batalla, pero en la contienda política su derrota es abultada. Ha conseguido ya lo contrario de lo que buscaba: la nación ucrania crece; la OTAN abre sus puertas a dos nuevos socios, vecinos de Rusia, y Bruselas se dispone a reconocer a Kiev como candidato al ingreso en la UE.

Y, sin embargo, la balanza todavía no se ha inclinado. Los avances rusos son lentos y costosos. Será difícil que vayan más allá de Donetsk y Lugansk. También es improbable la contraofensiva ucrania, a pesar de su admirable capacidad de defensa. Para pasar al ataque y a la reconquista de las ciudades y el territorio perdidos necesitaría unos aliados todavía mejor dispuestos al suministro de armas.

Putin no puede salir vencedor. Incluso si se conformara con Crimea y Donbás, para Ucrania es una cuestión existencial y para Europa de hegemonía. O, si se quiere, de someterse al derecho de veto ruso a la integración política y militar del continente. Nadie puede someterse a esas exigencias ni reconocer tales desplazamientos por la fuerza de las fronteras y luego dar por buenas las garantías que pueda ofrecer alguien que ha violado de forma tan flagrante la legalidad. Sería un antecedente que animaría a Pekín a repetir la jugada con Taiwán.

La victoria es la única garantía seria. El problema radica en su definición y en la determinación de quién debe realizarla. No son tiempos los actuales para admitir una paz sin indemnizaciones ni castigo a los responsables de la agresión, de los crímenes de guerra y quizás el genocidio. Las ideas benévolas y apaciguadoras pertenecen a otra época, antes de que Rusia cayera hace dos décadas en la involución putinista. A la vez, se hace difícil esperar razonablemente la derrota absoluta de Putin, su retirada total de Ucrania y un régimen de vigilancia internacional eficaz para que no vuelva nunca más a las andadas.

Habrá un momento, ojalá sea más pronto que tarde, en que tendrá todo el sentido la frase que recogió Jacobo García en su crónica desde el fondo de un autobús de línea en Krematorsk: “Mejor una mala paz que una buena guerra”. Con el grifo de la energía y el embargo de la cosecha de cereales, Putin pretende que los aliados hagan entrar en razón a Volodímir Zelenski, pero la responsabilidad y el derecho a tomar tal decisión corresponden solo y por entero al Gobierno de Kiev.

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