Seguir vivos
Desde que aprendí a pintar a la persona y no a su envoltorio, siento que mientras dura el proceso formo parte de la vida de esa persona
Llevo varios días subida a una plataforma elevadora articulada. No es muy grande, un bicho de bola naranja con un brazo que sube, baja y se alarga como en un bostezo metálico. Plegada apenas mide dos metros y tiene una capacidad de carga de 200 kilogramos. Cada mañana entro en la cesta después de haber ordenado los botes de pintura, los cubos de agua, la paleta para las mezclas, el trapo y los pinceles de manera que quede algo de espacio libre en el fino suelo que me sostiene cuando me elevo. En el panel de control, un mando con forma fálica, un pivote rojo, y una decena de botoncitos con figu...
Llevo varios días subida a una plataforma elevadora articulada. No es muy grande, un bicho de bola naranja con un brazo que sube, baja y se alarga como en un bostezo metálico. Plegada apenas mide dos metros y tiene una capacidad de carga de 200 kilogramos. Cada mañana entro en la cesta después de haber ordenado los botes de pintura, los cubos de agua, la paleta para las mezclas, el trapo y los pinceles de manera que quede algo de espacio libre en el fino suelo que me sostiene cuando me elevo. En el panel de control, un mando con forma fálica, un pivote rojo, y una decena de botoncitos con figuritas de animales (caracol, tortuga, liebre saltarina) y dibujos con flechas y palancas que conducen a la confusión. Pulso el caracol y arranco la máquina. Cuando estoy en el lugar que he de intervenir, articulo el brazo hasta colocarme a unos siete metros del suelo. La zona en la que más tiempo paso es aquella en la que pinto mi versión de la cara de Joaquín Salvo Bellmunt.
Me duele el cuerpo a pesar de que el único movimiento que hago es subir y bajar de la cesta. Dispongo de poco espacio, y se me hace extraño enfrentarme a una pared solo con el brazo y no con el cuerpo (pintar un formato grande implica una danza). Mi cuerpo es estos días una pequeña maquinita que emite unos pitidos del diablo.
Joaquín Salvo Bellmunt nació en el mismo pueblo en el que yo nací hace 122 años, y ahora el pueblo quiere homenajearlo junto a ocho hombres más. Por eso llevo varios días mezclando colores en las alturas. José F. Albelda escribe: “Cuando estalló la guerra, se alistó como soldado raso del Ejército Popular de la República. Los combates de finales del mes de enero de 1939 le debieron pillar al norte de Catalunya, y huyó a Francia por la frontera. En pleno invierno, fue llevado a la población agrícola de Argelès-sur-Mer e internado en el campo para exiliados republicanos que se había establecido en sus playas”. Es muy posible que el cuerpo de Joaquín fuera objeto de experimentos médicos durante sus últimos días de vida. Murió gaseado el 18 de diciembre de 1941.
Pinto, con mi cuerpo dolorido, un cuerpo que conoció un dolor que soy incapaz de imaginar. Mancho con tonos tierra las zonas oscuras de su rostro: la sombra proyectada de las cejas sobre los ojos claros, la de la nariz y los labios, el bigote frondoso. Busco colores más luminosos e intervengo las zonas medias. Pinto con todo el amor del que soy capaz una piel que 81 años atrás fue golpeada. Enfundo en un traje elegante un cuerpo robusto y sano. Repaso con línea las manos. Matizo las uñas.
Llevo conmigo su foto y de vez en cuando la saco y la pego con cinta de pintor en algún lugar visible. Quiero trazar una línea blanca sobre su cuerpo para que aparezca el rostro de Manuel Puertas Marín, otro de los hombres exterminados salvajemente. José María Clemente Garcerá, Manuel Gil Vagán, Joaquín Gil Arnau, Faustino Lozas Frontera, Pedro Cubedo Carda, José Pascual Cabedo Llopis y Ramón Pastor Cubero son los nombres del resto de vila-realenses cuyos cuerpos sin vida acabaron en un crematorio.
Desde que aprendí a pintar a la persona y no a su envoltorio, siento que mientras dura el proceso formo parte de la vida de esa persona. Durante cuatro años dejé aparcada la pintura y cuando decidí recuperar mi oficio lo hice con el retrato de Neus Català i Pallejà, superviviente de varios campos de exterminio, una mujer que dedicó el resto de su vida a preservar la memoria de los represaliados. La pinté enfundada en su uniforme rayado con un triángulo de color rojo sobre el pecho izquierdo y fundí su rostro, como si la mujer que vivió hasta los 103 años y siendo presa saboteó la producción de balas, hubiera estado a punto de desaparecer. Esta vez no hay arrastrados, sino una figura muy nítida, porque Joaquín Salvo Bellmunt y sus compañeros también siguen vivos en la memoria de sus conciudadanos.