Opciones

En la tienda no había modo de pedir algo simple —un sonajero— sin que el vendedor mencionara posibilidades excluyentes: ¿levanta la cabeza o no? Me harté cuando llegamos al rubro “biberones”

Una hamburguesa servida en un restaurante.SAMUEL SÁNCHEZ

La tienda estaba repleta de carros para bebés semejantes a lamborghinis, de cunas suntuosas como camas del Ritz, de cosas curvas que evocaban las mullidas carnes de los recién nacidos. Ante cada una de mis consultas el vendedor me devolvía opciones crípticas: “¿Practicuna o colecho; con o sin fixer?”. No había modo de pedir algo simple —un sonajero— sin que mencionara posibilidades excluyentes: “¿levanta la cabeza o no?”. Me gustó no ver la arcaica división en celestes y rosas, pero eso debe haber desaparecido hace décadas, más o menos las mismas que yo llevo sin acercarme a un b...

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La tienda estaba repleta de carros para bebés semejantes a lamborghinis, de cunas suntuosas como camas del Ritz, de cosas curvas que evocaban las mullidas carnes de los recién nacidos. Ante cada una de mis consultas el vendedor me devolvía opciones crípticas: “¿Practicuna o colecho; con o sin fixer?”. No había modo de pedir algo simple —un sonajero— sin que mencionara posibilidades excluyentes: “¿levanta la cabeza o no?”. Me gustó no ver la arcaica división en celestes y rosas, pero eso debe haber desaparecido hace décadas, más o menos las mismas que yo llevo sin acercarme a un bebé. Me ofrecieron mantas de apego, juguetes multisensoriales. Me harté cuando llegamos al rubro “biberones”. Elegí, pagué y salí a la calle. Necesitaba un baño de vida adulta, algo que me recordara que con un jean y un abrigo puedo sobrevivir un mes en cualquier país, que existen cosas simples como el cine y la semiótica. Así que fui a un bar, pedí una gaseosa, el hombre con quien vivo —víctima colateral cuya única intervención en la tienda fue decir: “Con lo que gastaste le podrías haber comprado un auto”— pidió un late. Nos preguntamos cómo sobrevivimos a una infancia trasladados en un moisés de mimbre, pero recordamos el bodrio que habíamos visto el fin de semana —Batman— y nos dijimos que, después de eso, nada podía ser tan malo. Había sol, nos gusta estar juntos. Entonces, detrás de mí, la encargada y el dueño del sitio sostuvieron una conversación. Una crítica gastronómica había escrito una mala reseña del lugar. “Puso que la comida estaba seca y las verduras eran viejas”, dijo ella. El dueño, un francés prestigioso en Buenos Aires, preguntó qué había comido. “Una hamburguesa”, dijo la encargada. Y el dueño: “¿No le habrán servido una de las que hacemos para el personal, en vez de las que servimos al público?”. Las opciones —¿para el personal o para el público?— se ponen tenebrosas cuando avanza la edad.

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